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Para leer en la silla elèctrica

Moscas- Bernardo Esquinca

CINTA 1

Usted sabe, doctor, para la mayoría de la gente las moscas son sólo eso: moscas. Algo que espantar con la mano cuando ronda nuestra cabeza o un plato de comida. Pero se equivocan. Son seres superiores, capaces de fornicar mientras vuelan, y con decenas de ojos que nos vigilan desde cualquier ángulo. Usted no lo sabe, pero esos bichos han estado en guerra con nuestra especie desde el principio de los tiempos. Con cada nuevo insecticida que promete acabarlas, ellas se vuelven más resistentes. ¿Le doy un dato para contar en la próxima cena de trabajo o con amigos? Aunque, le advierto, no es agradable, y tal vez provoque un silencio incómodo en la mesa. Adoro los silencios incómodos, ¿usted no, doctor? Todo lo que implican. Llenan el vacío con la fuerza de las palabras no dichas. Porque lo que no se dice a veces es más inquietante. Pero me desvío del tema… Este sofá es tan cómodo que permite las divagaciones, debería pensar en cambiarlo. El dato: las moscas han matado más seres humanos que todos los conflictos bélicos juntos. Estamos en guerra, le decía. Y no hay manera de que la podamos ganar: nos llevan millones de años de experiencia. Cuando nuestros ancestros las pintaron en las cuevas de Lascaux, las moscas ya eran dueñas de la Tierra… ¿Sorprendido? Todo el mundo aprecia los bisontes, ciervos y caballos registrados con maestría primigenia en las paredes de la gruta francesa, pero también hay bichos. Eso fue en el paleolítico. Desde entonces no hemos hecho más que mantenerlas a raya. Y eso es un decir, porque en realidad las convocamos permanentemente a nuestro lado. Ochenta por cierto de la población mundial vive en medio de sus propias deyecciones… Me gusta esa palabra: deyecciones. Es magnética, ¿no le parece, doctor?Lo cierto es que no hemos abandonado la Edad Media. Las moscas aman la mierda, y esta ciudad huele a mierda. No le hablaré de las pilas de basura que amontonamos en cada esquina, ni de los desechos que se acumulan en mercados, parques y aceras. Hablemos de mierda. ¿Me creería si le dijera que una mañana vi correr sobre la Alameda un nauseabundo río de excrementos? Se deslizaba de una alcantarilla interior hacia el arroyo de la calle. Y sólo había dos opciones: sortear los automóviles que pasaban por la avenida Hidalgo o esquivar los mojones flotantes. Esas son las alternativas a las que esta urbe nos orilla, doctor. Las moscas florecen en la mierda y nosotros les hemos sembrado un jardín de veinte millones de intestinos.

CINTA 2

Por supuesto que les doy caza, doctor, incansablemente. Desde niño, aunque entonces no era consciente de su poder y de sus —nunca mejor dicho— negras intenciones. ¿Sabe lo que hacía? Iba por la casa con una pistola de ligas y les daba muerte como un eficaz pistolero del Viejo Oeste. Mis padres veían un insano entretenimiento en ello, pero yo sentía que cumplía una misión. Por fortuna, nunca me lo prohibieron, aunque sospecho que mi conducta era motivo de conversaciones en voz baja en su cama después de que apagaban la luz. Mis hermanos —todos mayores que yo— estaban muy ocupados en sus trabajos o preparando agotadores exámenes universitarios, y no le dieron mayor importancia a la obsesión que crecía en mí. Los hijos menores, los llamados benjamines, estamos más expuestos a las peligrosas fantasías que germinan en la soledad. Eso usted lo sabe bien. Tan poca atención y en cambio demasiadas ocurrencias que se van acumulando… Como un frasco lleno de moscas. Curiosa metáfora, ¿no le parece?He matado muchas de ellas, más que cualquier otro ser humano que no se dedique a ello de manera profesional. Y sé que mi aportación en esta guerra perdida es inútil. Pero dígame una cosa: si un ejército enemigo invadiera sus tierras y amenazara su propiedad, ¿no combatiría hasta el último aliento? Y aún más: si una horda de asesinos amenazara a sus hijos, ¿se quedaría de brazos cruzados sólo por el simple hecho de que el rival lo supera en número? Yo no tengo hijos, es cierto, y las pocas parejas que he tenido no supieron entender mi cruzada. En la oficina intenté formar un Club de Amigos Exterminadores de Moscas, pero fracasé. Al principio, mis compañeros de trabajo me miraron divertidos, pero cuando comencé a insistir en el tema, me dieron la espalda. Recibí incluso un memorándum del jefe pidiéndome que «pusiera fin de inmediato a una iniciativa tan absurda como perjudicial para el ambiente de trabajo». Así que estoy solo en esto, ¿se da cuenta, doctor? A veces pienso que es mejor así. Dejar al resto de la humanidad a merced de su propia ignorancia.

CINTA 3

¿Sabía usted, doctor, que en Tuxtla Gutiérrez hay una fábrica de moscas construida por los gringos? No me extraña, es un dato poco difundido. Pero yo estuve ahí, y es un lugar impresionante. Puede visitarse, siempre y cuando se tramite el permiso con anticipación. Hasta ofrecen visitas guiadas, pero no es el paseo con el que sueña la mayoría. Es el único lugar del mundo en el que se cría y se produce industrialmente la llamada mosca gusanera. La fábrica trabaja veinticuatro horas y da de comer a mil familias. ¿Y para qué carajos existe una fábrica de moscas?, se preguntará usted. Para combatirlas, precisamente. Esa es la genialidad del asunto. Una plaga se erradica al introducir machos estériles en una población de machos silvestres, en proporción de diez a uno, situación que provoca que las hembras tengan muy pocas posibilidades de ser fecundadas en el único apareamiento de su corta vida. Para bien y para mal, las moscas son instantáneas. Es su fortaleza y debilidad al mismo tiempo. En tres generaciones se acabó el problema. Por eso existe la fábrica. De ahí salieron los machos estériles que salvaron millones de vidas en Libia a principios de los años noventa. Moscas mexicanas, doctor. Utilizadas en contra de su propia especie. El lugar es delirante: toneladas de carne podrida repletas de larvas de mosca. Millones de ellas vuelan en una enorme jaula de vidrio, produciendo un zumbido que compite con la turbina de un avión. Cuando llegué ahí, comprenderá usted, me sentí tan feliz como un peregrino que arriba a la Meca.

CINTA 4

Mentiría si le dijera que no practico ningún deporte. Por supuesto que no se trata de fútbol, natación, jogging o cualquiera de esas actividades que hacen sentir a la gente menos culpable por lo que le hacen cotidianamente a su cuerpo. Créamelo, doctor: conozco cocainómanos que van a correr a Chapultepec. El ejercicio que practico, como ya se podrá imaginar, es algo peculiar y, estoy seguro, único en el planeta. Si el Club de Amigos Exterminadores de Moscas hubiera progresado, otra cosa sería, pero como le dije, mi iniciativa fue censurada. Practico este deporte —o pasatiempo, ¿no es lo mismo?— una vez por semana, los viernes, cuando regreso estresado por las tensiones acumuladas a lo largo de la semana. Lo preparo todo temprano, antes de salir de casa. Dejo varios recipientes con carne cruda y sanguinolenta en distintas partes, abro las ventanas y me marcho a la oficina. Cuando vuelvo, mi hogar es un hervidero de moscas. Entonces cierro las ventanas, me aflojo la corbata y me arremango la camisa, saco mi matamoscas favorito y me lanzo sobre ellas. A veces precipitadamente, dando alaridos y golpes a diestra y siniestra; otras con giros delicados, como si interpretara algún ballet sobre hielo. Acepto que si algún extraño me observara en esos momentos le parecería un espectáculo grotesco, pero yo lo disfruto y, sobre todo, me hace mucho bien. Cuando barro la alfombra negra de cadáveres, empapado en sudor y exhausto, el mundo me parece un lugar mejor y lleno de posibilidades. A veces regreso de tirar la bolsa repleta de moscas en el contenedor de la calle y descabro que se me escapó una viva. Ah, doctor, es indescriptible el placer que proporciona esa última cucharada de postre.

CINTA 5

Si le parece exagerado todo lo que le he dicho sobre las moscas, hacer un poco de historia nos vendrá bien, doctor. No quiero parecer un presuntuoso ante usted, pero la información es poder. Recuerdo a un maestro de inglés de mi infancia cuya mayor lección fue la siguiente: nunca proporcionaba el nombre de su perro cuando lo llevaba a pasear al parque, para que así nadie pudiera llamarlo y alejarlo de su lado. ¿Entiende lo que le digo? Pero basta de distracciones, vamos a los datos: Belcebú quiere decir «Dios de las moscas» en hebreo. Lutero, por su parte, las consideraba la vanguardia de las legiones infernales. Según otras creencias menos cultas, las moscas son siervas de las brujas, quienes las utilizan en sus hechizos y para espiar a sus enemigos. Por supuesto que yo no creo en esas supercherías: lo comento para ejemplificar el temor atávico del hombre ante este bicho. Lamentablemente, es el miedo equivocado. Cierto día, un vecino llamó a mi puerta horrorizado porque dejó la ventana de su baño abierta y se metió un montón de moscas. Creía en verdad que una amante despechada le había hecho brujería. Su rostro estaba deformado por el pánico, parecía un niño asustado por un programa de televisión nocturno. Me pidió insecticida —él no sabía nada de mis actividades recreativas secretas, curiosamente acudió a mí, ¿nada es casualidad?— pero yo le dije que no era necesario contaminar su casa con químicos. Salí armado con mi matamoscas y me encargué de eliminar la plaga. Tras ese episodio se me ocurrió una idea: arrojar también pedazos de carne putrefacta a las casas de mis vecinos y convertirme en el matamoscas oficial del vecindario; pero no estoy loco, doctor, aunque quizá a estas alturas usted ya tenga su veredicto. ¿Las moscas, enviadas del diablo? Tonterías. Tan sólo es la lucha de las especies, y no hay lugar para todos. A los supersticiosos les tengo una noticia: si las moscas provienen en efecto del infierno, entonces los humanos cometimos la estupidez de mudarnos a su barrio.CINTA 6Esta es la última vez que vengo, doctor. No quiero que mis palabras se conviertan en moscas zumbando en sus oídos. Por otra parte, y no se ofenda, mis encuentros con usted no han servido para mitigar mis inquietudes. Le he dicho antes que la información es poder, pero en el fondo, conocer la verdad no sirve de nada. Mucho menos si se es el único que la posee. En el mejor de los casos, la verdad se convierte en una pesada losa; y en el peor, nos aísla y coloca la etiqueta de raros. Al menos me queda el consuelo de que no moriré ignorante. Le confieso que me siento muy cansado. El cardiólogo —a quien también visito regularmente, y quien se encarga de mi maltrecho corazón— me ha advertido sobre cierto padecimiento que requiere bisturí. Pero no pienso someterme al quirófano. El momento llegará cuando tenga que llegar; aunque parezca ingenuo, creo en los designios. Los últimos viernes me he sentido desfallecer al blandir el matamoscas. Cualquier otro tipo de persona dejaría esa actividad física tan demandante, pero yo no soy —y eso usted ya lo sabe— cualquier tipo de persona. Mañana es viernes. Hoy por la noche dejaré los recipientes con carne y las ventanas abiertas. He comprado el doble de cebo de lo habitual. Y dos matamoscas: uno para cada mano. No intente detenerme. Lo que hemos hablado aquí es secreto profesional, un código inquebrantable. Por eso y no por otra cosa es que acudí a usted, doctor. Los grandes actores mueren en el escenario. Imagine: un millón de moscas y un solo hombre en el centro del espectáculo. ¿Acaso no soy un hombre afortunado?

CUADERNO DE NOTAS

Repasé las cintas de X el fin de semana y me quedé inquieto. Atiendo a muchos pacientes extraños como para que algo me sorprenda, pero en su caso hubo algo que me dejó inmerso en pensamientos sombríos. No sabría explicar qué los provocó, lo único que se me ocurre es que se trató de una especie de premonición. Los psiquiatras no debemos involucrarnos con nuestros pacientes más allá del consultorio, pero con X seguí mis impulsos y rompí las reglas. La primera vez que nos vimos me dejó su tarjeta, así que el lunes por la mañana llamé a su oficina, donde me informaron que aún no había llegado. Le dije la verdad a la secretaria: que era su psiquiatra, que estaba preocupado por él y que me gustaría darme una vuelta por su casa para comprobar que todo estuviera en orden. No sé si me creyó o si sólo quería colgar rápido, pero me dio la dirección.Conduje mi automóvil hasta una antigua vecindad en la Condesa, extrañado de que X viviera ahí, pues es una colonia invadida por artistas, escritores, extranjeros, oficinistas esforzados y otros trepadores sociales. Él no parecía encajar, aunque ahora que lo pienso, quizá tenía mucho sentido que su neurosis se desarrollara en un barrio tan artificial como ese. La puerta de acceso general estaba abierta y el edificio solitario: seguramente a esa hora los inquilinos trabajaban detrás de un cubículo por un sueldo que se les iba en pagar la renta. Las ventanas de su departamento estaban abiertas, como dijo. Me introduje por una de ellas, cerciorándome que nadie me viera, y recorrí con cautela los pasillos de mosaicos estilo art decó. En el aire flotaba un olor dulzón y desagradable, similar al que produce la fruta cuando se pudre. Recordé lo que X me dijo de sus cebos de carne; había recipientes, pero estaban vacíos.Al entrar a la sala vi a mi paciente tirado en el suelo, en mangas de camisa y con la corbata aflojada. Tenía los ojos abiertos y fijos en el techo. A su lado yacían los matamoscas. A pesar de la contundencia de los hechos, sentí que algo no encajaba. Todo era demasiado obvio; parecía que X estaba representando una obra de teatro en exclusiva para mí, y que mi llegada marcaba justo la caída del telón. Pensé: ahora se levantará y se reirá a carcajadas. Pero eso no ocurrió, y tampoco fue ese el final de esta historia. Me hinqué junto a X y lo observé de cerca. Lo primero que noté es que tenía el abdomen mucho más abultado de lo que recordaba. Después escuché un ruido extraño que brotaba del interior de su cuerpo, semejante al sonido que hacen los cables de alta tensión. Luego su boca se abrió. No creo en las cosas del cielo ni en las del infierno, pero lo que salió de ella ha puesto en duda mi propia salud mental: un torrente de moscas cubrió el techo como la más negra de las noches, y se reagrupó para desaparecer por la ventana en cuestión de segundos… Una vez que la sorpresa pasó, abandoné el edificio e hice una llamada anónima para reportar el hallazgo del cadáver.Dos días más tarde, un excompañero de la facultad que trabaja en el Servicio Médico Forense me pasó una copia de la autopsia: infarto fulminante. No conté a nadie lo que había visto aquella mañana en casa de mi paciente, y ese sí fue el final de esta historia. Mencioné antes que dudaba de mi cordura. La locura es peligrosa porque se contagia. Pero esas dudas se disiparon hace unos momentos, en una pausa que hice mientras escribo estas notas. X se equivocó; los bichos son, en verdad, cosa del infierno: sentí un espasmo en el estómago, me puse la mano sobre la boca y eructé. Cuando la retiré, una mosca salió volando.

Bethmoora- Lord Dunsany

Hay en la noche de Londres una tenue frescura, como si alguna brisa descarriada se hubiera apartado de sus camaradas en los altos de Kentish y hubiera penetrado a hurtadillas en la ciudad. El suelo está húmedo y brillante. En nuestros oídos, que han llegado a una singular acuidad a esta tardía hora, incide el golpeteo de remotas pisadas. El taconeo crece cada vez más y llena la noche entera. Y pasa una negra figura encapotada y se pierde de nuevo en la oscuridad. Uno que ha estado bailando se retira a su casa. En alguna parte, un baile ha terminado y ha cerrado sus puertas. Se han extinguido sus luces amarillas, callan sus músicos, los bailarines han salido al aire de la noche, y ha dicho el Tiempo: «Que acabe y vaya a colocarse entre las cosas que yo he apartado».Las sombras comienzan a destacarse de sus amplios lugares de recogimiento. No menos calladamente que las sombras, leves y muertas, caminan hacia sus casas los clandestinos gatos; de esta manera, aun en Londres tenemos remotos presentimientos de la llegada del alba, a la cual las aves y los animales y las estrellas cantan sonoramente en los despejados campos.No puedo decir en qué momento percibo que la misma noche ha sido irremisiblemente abatida. Se me revela de súbito en la cansada palidez de los faroles, en que están aún silenciosas y nocturnas las calles, no porque haya fuerza alguna en la noche, sino porque los hombres no se han levantado todavía de su sueño para desafiarla. Así he visto exhaustos y desaliñados guardias aún armados de antiguos mosquetes a las puertas de los palacios, aunque los reinos del monarca que guardan se hayan encogido en una provincia única que ningún enemigo se ha inquietado en asolar.Y ahora se manifiesta en el semblante de los faroles, estos humildes sirvientes de la noche, que ya las cimas de los montes ingleses han visto la aurora, que las crestas de Dover se ofrecen blancas a la mañana, que se ha levantado la niebla del mar y va a derramarse tierra adentro.Y ya unos hombres, con unas mangueras, han venido y están regando las calles.Ved ahora la noche muerta.¡Qué recuerdos, qué fantasías se atropellan en nuestra mente! Una noche acaba de ser arrebatada de Londres por la mano hostil del tiempo. Un millón de cosas vulgares, envueltas por unas horas en el misterio, como mendigos vestidos de púrpura y sentados en tronos imponentes. Cuatro millones de seres dormidos, soñando tal vez. ¿En qué mundos han entrado? ¿A quién han visto? Pero mis pensamientos están muy lejos, en la soledad de Bethmoora, cuyas puertas baten en el silencio, golpean y crujen en el viento, pero nadie las oye. Son de cobre verde, muy bellas, pero nadie las ve. El viento del desierto vierte arena en sus goznes, pero nadie los engrasa. Ningún centinela vigila las almenadas murallas de Bethmoora; ningún enemigo las asalta. No hay luces en sus casas ni pisadas en sus calles; está muerta y sola más allá de los montes de Hap; y yo quisiera ver de nuevo Bethmoora, pero no me atrevo.Hace muchos años, según me han dicho, que Bethmoora está desolada.De su desolación se habla en las tabernas donde se juntan los marineros, y ciertos viajeros me lo han contado.Yo tenía la esperanza de ver otra vez Bethmoora. Muchos años han pasado, me dijeron, desde que se hizo la última vendimia de las viñas que yo conocí, donde ahora es todo desierto. Era un radiante día, y los moradores de la ciudad danzaban en las viñas, y en todas partes sonaba el kalipak. Los arbustos florecidos de púrpura se cuajaban de yemas, y la nieve refulgía en la montaña de Hap.Fuera de las puertas prensaban las uvas en las tinas para hacer el syrabub. Había sido una gran vendimia.En los breves jardines de la linde del desierto sonaban el tambang y el tittibuck, y el melodioso tañido del zootívar.Todo era regocijo y canto y danza porque se había recogido la vendimia y habría larga provisión de syrabub para la invernada, y aun sobraría para cambiar por turquesas y esmeraldas a los mercaderes que bajan de Oxuhahn. Así se regocijaban durante todo el día con su vendimia en la angosta franja de tierra cultivada que se alarga entre Bethmoora y el desierto tendido bajo el cielo del sur. Y cuando empezaba a desfallecer el calor del día, y se acercaba el sol a las nieves de las montañas de Hap, las notas del zootívar todavía saltaban claras y alegres de los jardines, y los brillantes vestidos de los bailarines giraban entre las flores. Durante todo aquel día se vio a tres hombres, jinetes en sendas mulas, que cruzaban la falda de las montañas de Hap. En uno y otro sentido, según las curvas del camino, se veían los tres puntitos negros que se movían sobre la nieve. Primero fueron divisados muy de mañana en el collado de Peol Jagganot, y parecían venir de Utnar Véhi. Caminaron todo el día. Y al atardecer, poco antes que se encendieran las luces y palidecieran los colores, llegaron a las puertas de cobre de Bethmoora. Traían báculos, como los mensajeros de aquellas tierras, y sus trajes parecieron ensombrecerse cuando los rodearon los danzarines con sus ropajes color verde y violeta. Los europeos que se hallaban presentes y oyeron el mensaje ignoraban la lengua, y sólo pudieron entender el nombre de Utnar Véhi. Pero era conciso y cundió rápidamente de boca en boca, y al punto la gente prendió fuego a las viñas y empezó a huir de Bethmoora, dirigiéndose los más al norte y algunos hacia oriente. Salieron precipitadamente de sus bellas casas blancas y cruzaron en tropel la puerta de cobre; cesaron de pronto los trémolos del tambang y del tittibuck y el tañido del zootívar, y el tintineo del kalipak se extinguió un momento después. Los tres extraños emisarios volvieron grupas al instante de dar su mensaje. Era la hora en que debía haber aparecido una luz en alguna alta torre, y una después de otra las ventanas hubieran vertido a la oscuridad la luz que espanta a los leones, y se hubieran cerrado las puertas de cobre. Mas no se vieron aquella noche luces en las ventanas, ni volvieron a verse ninguna otra noche, y las puertas de cobre quedaron abiertas para no cerrarse más, y se levantó el rumor del rojo incendio que abrasaba los viñedos y las pisadas del tropel que huía en silencio. No se oía gritar, ni otro ruido que el de la huida resuelta y apresurada. Huían las gentes veloz y calladamente, como huye la manada de animales salvajes cuando surge a su lado de pronto el hombre. Era como si hubiese sobrevenido algo que se temiera desde hacía muchas generaciones, algo de lo que sólo pudiera escaparse por la fuga instantánea, que no deja tiempo a la indecisión.El miedo sobrecogió a los europeos, que huyeron también. Lo que el mensaje fuera, nunca lo he sabido.Creen muchos que fue un mensaje de Thuba Mleen, el misterioso emperador de aquellas tierras, que nunca fue visto por nadie, avisando que Bethmoora tenía que ser abandonada. Otros dicen que el mensaje fue un aviso de los dioses, aunque se ignora si de dioses amigos o adversos.Y otros sostienen que la plaga asolaba entonces una línea de ciudades en Utnar Véhi, siguiendo el viento suroeste, que durante muchas semanas había soplado sobre ellas en dirección a Bethmoora.Otros cuentan que los tres viajeros padecían el terrible gnousar, y que hasta las mulas lo iban destilando, y suponen que habían llegado a la ciudad empujados por el hambre; mas no dan razón para tan terrible crimen.Pero creen los más que fue un mensaje del mismo desierto, que es dueño de toda la tierra por el sur, comunicado con su grito peculiar a aquellos tres que conocían su voz; hombres que habían estado en la arena inhóspita sin tiendas por la noche, que habían carecido de agua por el día; hombres que habían estado allí donde murmura el desierto, y habían llegado a conocer sus necesidades y su malevolencia.Dicen que el desierto deseaba a Bethmoora, que ansiaba entrar por sus hermosas calles y enviar sobre sus templos y sus casas sus torbellinos envueltos en arena. Porque odia el ruido y la vista del hombre en su viejo corazón malvado, y quiere tener a Bethmoora silenciosa y quieta, y sólo atenta al fatal amor que él murmura a sus puertas.Si yo hubiera sabido cuál fue el mensaje que trajeron los tres hombres en las mulas y dijeron al llegar a las puertas de cobre, creo que habría vuelto a ver Bethmoora. Porque me invade un gran anhelo aquí, en Londres, de ver una vez más la hermosa y blanca ciudad; y, sin embargo, temo, porque ignoro el peligro que habría de afrontar, si habría de caer bajo el furor de terribles dioses desconocidos, o padecer alguna enfermedad lenta e indescriptible, o la maldición del desierto, o el tormento en alguna pequeña cámara secreta del emperador Thuba Mleen, o algo que los mensajeros no habían dicho, tal vez aún más espantoso.

Inventamos padres

Inventamos padres, es decir historias a fin de darle sentido al azar de un arrebato que ninguno de nosotros (...) puede ver.

Pascal Quignard. El sexo y el espanto.

Poemas de Antonio Arroyo Silva

NOS SECUESTRAN,

nos dejan en un hoyo con las manos

atadas, un revólver apuntándonos

a la sien, el machete casi a punto

del corte decisivo. Nos secuestran,

nos ponen de puntillas, boca abajo,

en pie, fusilamiento pelotón

nos amagan, nos desdoblan, nos revuelven

la lengua, nos deslenguan las palabras.

 

Nosotros le cantamos al abandono,

le cantamos al mal para espantarlo

aunque vaya la vida en ello, aunque

la vida nos la quite el sicario de turno

o esa desolación de vernos solos

cuando el depredador llega

en el crudo silencio de una nota.

 

El precio del rescate solo tú

puedes pagarlo, «hypocrite lecteur».

 

 

De Las horas muertas, Premio de Poesía 2018, Diputación de Huelva, España.

 

https://revistaanestesia.com/poemas-de-antonio-arroyo-silva/

 

6

Mejor que respirar, ser respirado

por la flor moribunda que traes en ofrenda

no sé por qué ni a quién, si por la muerte,

por el amor a un ser que resucita

o simplemente en aras de la belleza.

No sabes cuánto añoro lo imperfecto

del error. Esa química que trae

el poder de sentir de otro modo.

La cabeza de Yorik sobre el tallo

de la vida y una mano cortándola

solo por preguntar.


8

Crujen las articulaciones del

efímero animal que baja y nadie

ve, moviendo el rabo

entre la multitud que camina

o se sienta y extiende como un biombo

el diario. Crujen como si una avispa

se fuera a hospedar en el tembleque

de las taladradoras. Y nadie escucha

esa voz supurando

dentro de cada cual. Cada amargura

está servida: mucha azúcar

en tan poco café. Pero, a veces,

al fondo de la taza, se refleja

el viejo rostro de animal que somos.


9

La incierta insipidez de una papaya

en el frutero. Tarde calina, afuera

donde la calle cruza el paso

al infinito. Ves cada visillo

que cuelga de lo alto, ves

el silencio de un sol que no nos toca.

Imaginas el día anaranjado

que se pudre por dentro,

sobre la mesa. Un hilo verde

mana del esplendor

y tú respiras hondo no sea que

la noche te sorprenda.


12

Era un perro el que iba a ladrar,

pero la poesía ya tiene

demasiados ladridos y perros,

demasiadas presuntas metáforas

sobre fieles e infieles vagabundos

que llegan de las puertas del Hades

o que suben al cielo de la esquina.

Sin embargo, por fuera del poema

un perro no me quita el ojo,

levemente levanta una pata,

y me ofrece algo así como un hueso.


16

Se hace inmensa la calle, se mueve

por sí misma con alguien en su lomo.

La calle, en un lugar donde no hay ríos,

parece un río negro teñido de semáforos

que, ciertamente, llega al mar;

mas no muere, se esconde bajo el agua

y prosigue nadando al infinito.

 

 

https://www.13mirlos.com/post/antonio-arroyo-silva-6-poemas

 

 

 

 

PERO NO SABES QUE
El libro de (mis) horas nada
en la marea tibia del té.

Quizás sea mentira de un bandido
que se solapa en cálculos biliares
para que todo cuadre. Pero no,
fuimos gente normal que dejó
el sueño y se plantó en el fango
mismo de la pregunta.

Estuvimos en ti,
calle de la soledad,
donde crece el manzano
de la imaginación. Estuvimos
en el instante justo del trazo
multiforme de ásteres sobre telas
de araña.
Estuvimos a salvo y en
la línea de fuego de las nomeolvides,
sin saber que
todas las horas muertas de la vida
nadan en la marea tibia del té.

 

 

https://www.trasdemar.com/home/poesia/las-horas-muertas-poemas-de-antonio-arroyo-silva/

 

 

La música y la muerte

5. LA MÚSICA Y LA MUERTE

Durante mucho tiempo la música se tocó con esos instrumentos de piedra que eran las naves de las iglesias, sumidas en la penumbra, del mundo románico, y luego con las inmensas y más luminosas avenidas de las catedrales, del mundo gótico. La música sobre la muerte de Dios siempre comenzaba con un silencio alrededor de las últimas palabras de su agonía, y luego se iba elevando hasta hacerse atronadora. A veces infundía terror. A veces entristecía. A veces consolaba. Por lo menos, así lo creían todos los músicos, cuando era falso y en el origen la música daba muerte al final del silencio que ella misma, con su acecho, convocaba. El sonido, denso y seco y puro, que hace la cuerda del arco, es el signo de la presa que cae a lo lejos, tan lejos que un perro tiene que socorrer a la vista, correr, saltar, para traerle al arquero eso que corría, que volaba, y que ha muerto. Exaltación de lo que cae, tanto para el olfato del perro como para la mirada del hombre. El hambre, o más bien la hambruna, es el núcleo de todos los deseos que nos poseen, sin excepción alguna. Fantasmas sonoros vagabundean por el espacio por encima de sus cadáveres, de sus pieles, de sus bosques, de sus incisivos, de sus tibias. Se baja a las grutas para oír, en primer lugar, los latidos del propio corazón en las tinieblas. Ese es verdaderamente el primer canto. Tal como se oye en la orilla del mar, cuando se aplica una concha marina a la oreja del niño. Esas cúpulas de nácar o de calcita tan oscuras también son depósitos de silencio antes de que formen paredes dedicadas a los ecos. Las iglesias sustituyeron a las antiguas cavernas como cajas de resonancia para una belleza cada vez más inaudita. Cuando el dios del sol tomó en sus manos la primera lira, lo que tomó fue el caparazón hueco de una tortuga, en la espalda de la cual se reúnen los presagios, y a la que da la vuelta en el umbral de la gruta en la linde de la Arcadia: tensa en ella las tripas de las cabras a las que pastorea y a las que ha matado. La palabra arco sirve para matar y para hacer sonar la música. La música lleva a los infiernos, y allí somete a las sombras voraces con las que se encuentra de repente, bruscamente, en el otro mundo. Ahí se refugiaron con sus propios antepasados aquellos que la enseñaron. Entonces los perros guardianes, los dogos, que fueron los primeros en conocerla, cuando todavía eran lobos, dejan de ladrar y se tumban ante la puerta inmensa que forman las gigantescas quijadas abiertas del Infierno. Orfeo avanza tocando sin cesar la lira ante los innumerables y penetrantes ojos de Cerbero. Entona cuatro sílabas que atraen a la sombra de su amada. Ella le sigue paso a paso, suavemente, envuelta en las resonancias de su propio nombre, de su voz, de su lira, mientras él franquea la puerta negra. Si súbitamente le abandona, sin avisarle, es por culpa de una mirada —es porque el músico se había vuelto, en busca de visión, de mira, de acecho, de mirada, de luz. Los sonidos fantasmas son como las apariciones en los sueños, todas las cuales reclaman, exigen, ojos cerrados y noche. Lo que los despierta en la noche no son posturas precisas, no son paisajes amados, sino crujidos, detonaciones misteriosas, campanas o gongs que llaman, pequeñas olas que rompen contra la roca, un rumor súbito en la orilla a la que da la ventana, bajo el balcón, melodías que quedan adheridas a la cavidad del cráneo, en bolsillos secretos, laberínticos, minúsculos divertículos, criptas, capillitas laterales, tragaluces en el interior de ese extraño aliento contenido que es cada alma humana cuando tiembla. Los sonidos que se siguen son pensamientos. Son resonancias de la emoción. Extraños hostigamientos que obsesionan al humor interno tanto como lo expresan. Misteriosas ofrendas de reproches, de aires que vuelven en bucle como apariciones, trinos de pájaros, penas.

Pascal Quignard

El amor el mar

La música es así

La música es así. Es como el universo. Por la explosión del primer sonido se percibe el mundo. Es el attaca. Es el sonido de antaño del universo, antes de que comenzase su caos, y antes de que este último se dilatase en espacio en la noche que constituye su madre. En los libros se empieza por una frase que impone el silencio. En las sesiones musicales se comienza con un grito, como en los bosques.

Pascal Quignard.

El amor el mar.

Dios, al morir, miró los dados

Pedro en el patio de Anás avanzó las manos hacia la lumbre. Pedro se acuclilló junto al brasero en el frío del invierno, y Pedro se avergonzó al mirarse las manos en las llamas, se avergonzó porque había hablado, vergüenza y horror porque había traicionado a su amor. Y llora al mirarse los dedos que han enrojecido sobre los carbones. Jesús mismo recogió su túnica después de la flagelación para ocultar a la vista de sus discípulos, y de los soldados, y de los sacerdotes, sus nalgas enrojecidas y luego, cuando lo clavaron en la cruz, volvió a avergonzarse e inclinó la cabeza. ¿Qué vio, al inclinar la cabeza? Es muy extraño lo que vio Dios en el momento de morir. Dios, al morir, miró los dados y las cartas en las manos de los tres soldados que velaban los tres cuerpos agonizantes. Eso fue lo último que vio Dios antes de morir. Una partida de cartas. La linterna sorda que las ilumina. Tres hombres jugando una partida en la cima de la colina. Lanzan los dados a la luz de esta única llama que se ve por la puertecilla de nácar de la linterna. Los otros tres, por encima de ellos, desnudos, sometidos a la muerte lenta, con los brazos dislocados, con las manos exangües, siguen, sufriendo, la partida que los tres soldados romanos han comenzado mientras ellos lentamente expiran.

Luego, ellas abren los párpados

Thullyn se recoge la masa del cabello atrás. Maneja un peine que extiende y estira ese gran volumen sobre su cabeza. El peine de carey despeja la frente por completo. Le desnuda hasta los sentimientos. Le llena los ojos de miedo y de sinceridad. El cabello muestra las raíces. Las sienes se estrechan. El moño se levanta. Le alarga el rostro, lo despeja. Sólo el gran amor, o bien la tempestad, y todos los arrebatos cercanos a la pasión, el brusco deseo sexual, lo desbaratan. Eso es exactamente el amor: esa cabellera tan airosa, tan construida, que de repente se desparrama y se extiende sobre los hombros, y cubre los senos, que se dilatan. El movimiento del deseo lo libera de todo su peso. Libera su extraño perfume. La cabellera desecha se enreda. Ahora expresa un amplio desorden, el olor, la antigua naturaleza, la crin. Todo ese perfume de fiera, o de avena, o de gata, o de madreselva, o de moras, se despierta, se eleva, se dilata como una nube alrededor del cuerpo, el olor del cabello suelto que descansa sobre la almohada o la sábana, el olor de la piel de las axilas, el olor de los pelos del mechón que protege la vulva y su secreto, todo el cuerpo desnudo, animado por el esfuerzo del placer que se busca en todo el volumen de la carne, en la tensión de los músculos, por la extensión del sexo que se eleva, por el zumo del sexo que se entreabre, se hincha, enloquece.

Por la mañana, cuando las manos de las que apenas acaban de despertar, que aún tienen los dedos desnudos de sortijas, que aún tienen casi cerrados los ojos, lo distribuyen plácidamente por encima de sus rostros, es una masa espesa, enorme, complicada, que se eleva por encima del cerebro de las mujeres que van a ingresar en el día.

Luego, ellas abren los párpados.

Se requieren dos espejos —y necesitan además largos minutos, y gestos que ellas ya no pueden ver— para formar el moño con las manos.

Basta con un beso para desmoronarlo.

 

Pascal Quignard

El amor el mar

La Felicidad.

La felicidad es ese desconocido que llega como una borrasca a la orilla.

Desordena el mundo más de lo que lo pudiera hacer una tempestad.

Se lleva por delante chozas y carromatos.

Invisible, abate los árboles.

Los cascos de los barcos vuelan por el cielo.

Cuando la felicidad se presenta, hay que ser valientes. Es tan difícil: acoger la felicidad. Cuando esta surge, espontánea, sorpresiva, tensa, enloquecida, avasalladora, incomprensible, no hay que asustarse. Ante la felicidad no hay que palidecer, igual que ante el sufrimiento no hay que echarse a temblar. Un romano, al que se le ocurrió empuñar el cuchillo para defenderse, se inclinó, cayó y provocó el incendio de la ciudad, que al amanecer ya no era más que un inmenso montón de cenizas apagadas, entre las que lo único que se veía era el brillo de la hoja de aquel cuchillo. El maestro de armas que instruye a los jóvenes en el Vlaams Hoofd, frente al Kranenhoofd, en Amberes, siempre dice que durante el asalto hay que guardarse de vigilar el brillo de la punta de la espada.

Hay que concentrarse en la mirada del adversario —o también en los ojos de la amada—, mirar sólo los ojos.

Mirar el arma es perder la cabeza.

Pensar en protegerse, ya es morir.

 

El amor el mar

Pascal Quignard

Estoy triste. Amo a una mujer

—Estoy triste. Amo a una mujer —decía un día Hanovre.

—¿Y ella qué le ha hecho para que esté usted triste? —preguntó Abraham.

—Nada.

—¿Le ha confesado usted esto que tanto le preocupa?

—No.

—¿Por qué?

—Las mujeres no me gustan — dijo Hanovre—. Entonces, ¿qué puedo hacer para borrar en mí ese rostro que me atrae? ¿Cómo rechazar esos senos que se proyectan hacia mí y cuya realidad me parece, cada vez que los descubro, tan inesperada? ¿Cómo hacer para arrancar del fondo de mi alma la figura de esa mujer?

—¿Por qué siente usted semejante antipatía por las mujeres?

—Cuando las veo me parece recordar algo. Algo muy antiguo. Cuando estoy con ellas, tengo miedo. Me angustian. Su cuerpo blando, pegajoso, extraño, me retrae. Por eso me ve usted desdichado.

—¿Pero de qué le dan miedo?

—De que se vayan. Me da miedo que se vayan, porque siempre se están yendo. Tengo miedo de morir por culpa de su amor. No entiendo nada de lo que ellas llaman amor.

 

El amor el mar

Pascal Quignard

El aliento del lobo - Agustina Bazterrica

El lobo está inquieto detrás del vidrio que lo cubre. Muerde. El aire que

lo encierra se transforma en una telaraña densa compuesta por ínfimas

partículas de agua liviana que nacen del aliento del lobo que está inquieto

detrás del vidrio. Y muerde.

Parece un hombre vestido de negro parado en una esquina. Pero es un

lobo y quiere devorarte. Una garra oscura va a romper el aire mojado, va a

lamer el vidrio hasta convertirlo en pedazos. Y te va a matar.

Te devora con el pensamiento, encuentra el punto justo para saborearte.

Mide tu respiración, calcula el momento exacto para rozar tus venas con los

colmillos, para abrazarte levemente con la boca.

Querés deslizarte fuera del sueño, del vidrio que no te permite ver, del

animal transparente y humano. No querés ser testigo de la fragilidad de los

momentos, de la tibieza de la vida, de la liviandad de los cuerpos. No

querés formar parte del banquete feroz. Pero intuís que cada uno de

nosotros es un lobo que, con una eternidad exquisita, devora al otro. Lo

hace con una delicadeza tan sutil que los mordiscos se derraman, como caricias,

en la piel que está matando. Se deslizan como luces dentro de gotas,

como gotas dentro de un vidrio, como un vidrio donde hay un lobo, un lobo

que parece un hombre en una esquina.

Y te va a matar.

Roberto - Agustina Bazterrica

Tengo un conejo entre las piernas. Es negro. Yo le digo Roberto, pero se

podría llamar Ignacio o incluso Carla, pero le digo Roberto porque tiene

forma de Roberto. Es lindo porque es peludo y duerme mucho. Le conté a

mi amiga Isabel. Le dije: “Isa, hace poco me creció un conejo entre las piernas.

¿Vos también tenés uno?”. Fuimos al baño de la escuela y se sacó la

bombacha. Pero no tenía nada. Ella me pidió que le muestre a Roberto, pero

me dio vergüenza y le dije que no. Se enojó y me dijo que ella ya me había

mostrado y que yo era una tonta y que no me creía nada de nada. Ella también

es una tonta.

 

Ayer Isabel le contó al profesor de matemáticas lo que yo le había dicho

de Roberto. El profesor se rió y me llamó para que habláramos. ¿Es verdad

lo que me dice tu amiga Isabel? No. ¡Sí es verdad, yo lo vi! gritó la tonta.

¡Mamá me dijo que nadie puede tener un conejo entre las piernas! ¡Pero ella

tiene un conejo negro! ¡Yo se lo vi profesor! Le dije que era una mentirosa

porque yo no le mostré nada. Le grité que era una tonta y una mentirosa y

que ya no quería ser su amiga. Isabel se puso a llorar. No me dio lástima

porque ya no es más mi amiga. El profesor García se rió y le dijo a Isabel

que se fuera a su casa que después él le iba a explicar algunas cosas. El profesor

García se sentó al lado mío y me dijo: “Sos muy linda. Isabel no sabe

nada, vos no le hagas caso”. Me dio un beso y después me dio otro beso

más. Me dijo que mañana después de clases quería ver mi conejito. Me dijo

que lo quería ver para enseñarle a portarse bien.

 

Lo esperé. Me dijo que lo acompañara al baño porque nadie tenía que enterarse

de nuestro secreto. ¿Cómo se llama tu conejo? Roberto. ¡Qué nombre

más raro para un conejo! ¿Lo puedo ver? Me da vergüenza. Se sentó al

lado mío y me dio muchos besos y me dijo que yo era su alumna preferida y

que era la más linda. Mostrámelo, sé buenita. Yo no le voy a contar a nadie.

Me hablaba mucho y me miraba, y no hablaba como cuando está en clase

porque me miraba mucho y me agarró las manos y me dijo que me levante

la pollera. “Mostrame tu conejito Roberto”, me dijo, pero yo le dije que no

le gusta que le digan conejito porque ya creció y es grande. El profesor García

me sacó la bombacha mientras me daba besos en la cara y en el pelo y

en la boca y me decía portate bien nenita que tu profesor te va a enseñar

muchas cosas. El profesor García se quedó quieto, con la boca abierta mirando

a Roberto. El profesor García se quedó tan quieto que pensé que estaba

jugando a las estatuas. Roberto movió las orejas y le mostró los dientes.

El profesor García gritó y se fue corriendo. Roberto se volvió a dormir.

INVOCACIÓN Raquel Lanseros

INVOCACIÓN Raquel Lanseros

Que no crezca jamás en mis entrañas
esa calma aparente llamada escepticismo.
Huya yo del resabio,
del cinismo,
de la imparcialidad de hombros encogidos.
Crea yo siempre en la vida
crea yo siempre
en las mil infinitas posibilidades.
Engáñenme los cantos de sirenas,
tenga mi alma siempre un pellizco de ingenua.
Que nunca se parezca mi epidermis
a la piel de un paquidermo inconmovible,
helado.
Llore yo todavía
por sueños imposibles
por amores prohibidos
por fantasías de niña hechas añicos.
Huya yo del realismo encorsetado.
Consérvense en mis labios las canciones,
muchas y muy ruidosas y con muchos acordes.

Por si vinieran tiempos de silencio.

 

 

 

https://literariedad.co/2016/05/01/poemas-de-raquel-lanseros/

Cuanto puedas Constantino Kavafis

Cuanto puedas  Constantino Kavafis

Y si no puedes hacer tu vida como la quieres,
trata esto al menos, cuanto puedas:
no la humilles en la enorme conexión del mundo,
en los múltiples vaivenes y conversaciones.

No la humilles llevándola
a pasear frecuentemente, ni la expongas
a la estupidez cotidiana
de las relaciones y de los amigos
para que no se vuelva una carga extraña.

 

https://periodicodepoesia.unam.mx/texto/las-lagrimas-de-los-caballos-inmortales/

El Nuevo Apogeo - Brian W Aldiss

 Apogee Again (1999)

No sé si os lo vais a creer, pero hubo un tiempo en que vivíamos en un mundo diferente. Muy parecido al nuestro, pero un poquito diferente.

Una de las diferencias era el comportamiento del sexo femenino. Pero entonces, como siempre habíamos imaginado, las mujeres tenían alas y sabían volar. Las alas no eran como las de los ángeles, sino más parecidas a la cola de un pavo, de aspecto frágil, multicoloreadas, en tonos que capturaban y reflejaban la luz del sol. Y eran enormes. Oh, las mujeres estaban tan hermosas cuando volaban desnudas sobre nuestras cabezas. Era de dominio público que algunos jóvenes morían cuando contemplaban esa belleza intolerable.

Debido a la naturaleza de su dieta, sus deyecciones eran leves y caían flotando al suelo, casi desafiando la ley de la gravedad.

Debería decir que las mujeres vivían en lo alto de grandes columnas huecas. Nadie conocía la antigüedad de las columnas, pero tampoco se habría concedido crédito a quien lo supiera. Eran las columnas que sostenían las plataformas elevadas. Mujeres jóvenes y viejas volaban de una enorme plataforma aérea a otra, esas inmensas plataformas donde a los hombres no les estaba permitido poner el pie. Como contaré más adelante, las mujeres voladoras bajaban a la altura del suelo en ocasiones, por supuesto. Algunas se casaban con hombres. El día de la boda, o cuando perdían la virginidad, pasara lo que pasara antes, las plumas caían de sus alas. Las estructuras de las alas se marchitaban y morían. Y desde aquel día, las mujeres casadas tenían que ir a pie por todas partes. Y comportarse como personas normales, que ni siquiera imaginan lo que es volar. En la época de la que estoy hablando, cuando el mundo se estaba oscureciendo cada vez más y el sol empequeñecía, corría un dicho entre los hombres: «Si Halón hubiera querido que voláramos, no nos habría dado testículos».

Los hombres que vivían en el suelo no creían en nada. Hasta la idea de la existencia de un Halón procedía de las mujeres. Vivían al día, lo cual significaba que les costaba imaginar lo que no tenían delante de las narices. Pero las mujeres poseían una fe, y bastante ridícula, llena de fantasías extravagantes.

Las mujeres se aferraban los genitales cuando recitaban, «Creo que nuestra breve vida no lo es todo. Creo que después del final de nuestras vidas, la oscuridad pervivirá. Creo que volarán dragones y nos devorarán a todas, hasta el último pedazo, incluidas las partes útiles que asimos».

Deliciosos estremecimientos se apoderaban de ellas cuando recitaban este mantra cada día al anochecer. Porque creían y no creían al mismo tiempo. La idea de dragones voladores era tan…, bien, ridícula, a decir verdad.

Había otras muchas cosas que preocupaban a las mujeres, por supuesto. Cantar era, prácticamente, un arte marcial. Acicalarse las alas ocupaba mucho tiempo. Moverlas era un ejercicio diario. Se decía que, por las noches, dos mujeres conchabadas se lanzaban sobre un hombre distraído y le conducían a su Plataforma, donde lo compartían. En tales ocasiones, sus alas no perecían.

Las mujeres cantaban su felicidad desde las alturas. Los hombres captaban tenues melodías. Algunos hombres habían muerto por amor a la música. Se habían inventado grandes amplificadores de hojalata batida, con el fin de que la música se oyera con más claridad. De fabricar amplificadores se ocupaban los amplificeros.

Fabricante de calor era una ocupación modesta. Nadie podía inventar el fuego, porque las llamas no podían tolerar nuestra compleja atmósfera.

La profesión mejor considerada al nivel del suelo era la de elevador. Los elevadores siempre estaban creando alas falsas, que el comprador se sujetaba al cuerpo para intentar ascender hasta las plataformas. ¡Cualquier cosa con tal de atrapar a una de aquellas beldades aladas! Hasta el momento, sólo el joven Dedlukki lo había conseguido. Otros habían logrado elevarse hasta la altura de las plataformas, pero las mujeres les habían repelido con palos, hasta que cansados de agitar los brazos se habían precipitado a su muerte en el lejano suelo.

Así que las mujeres volaban libres, disfrutando de las brisas, y los hombres trabajaban o cuidaban de sus rebaños. Las mujeres volaban libres, recortadas contra un cielo turquesa que iba cambiando poco a poco de color, mes tras mes, derivando hacia un gris más ominoso, y del gris a un rojo deslustrado. Las mujeres volaban libres mientras el calor daba paso gradualmente al frío.

El elevador Wissler era un hombre que sabía poco de estas cosas. Wissler fue quien convocó al consejo y anunció por primera vez que estaba ocurriendo lo que él llamaba Enfriamiento Global, y que llegaría un momento en que la atmósfera se congelaría, a menos… Ah, pero ¿a menos qué? Se suscitó un gran debate.

Por fin, se tomó la decisión de consultar a las mujeres al respecto. Enfocaron los amplificadores de hojalata hacia las alturas.

—Hermosas damas, terribles cambios van a acontecer en nuestro mundo. El sol continúa alejándose. Antes de que alcance la máxima distancia, la mayor parte de nuestro aire se transformará en océano. Eso dicen los sabios.

»Y los hombres sabios hablan de dragones que devorarán el mundo.

»¿Cómo podemos devolver el calor a nuestras tierras? Sólo mediante el calor de nuestros cuerpos. En consecuencia, os suplicamos con toda humildad que permitáis a cierto número de jóvenes y hombres apuestos subir los dos mil peldaños ocultos en el interior de vuestras columnas y acceder a vuestras plataformas. Cohabitarán con vosotras, y fornicarán con vosotras a base de introducir sus pegos en vuestros encantadores lares. La fricción resultante devolverá el calor a nuestro mundo agonizante. Os rogarnos que aceptéis nuestra oferta.

Risas agudas llegaron desde el mundo superior. Voces mordaces transmitieron burlas. Algunas decían: «¡Excelente treta, hombres idiotas! ¡Pero no nos engañáis!». Otras gritaban «¡No os vamos a recibir aquí arriba! ¡De ninguna manera!».

Los hombres volvieron a cuidar de sus ovejas y vacas. La temperatura descendió. Nuestra atmósfera estaba compuesta de cuatro gases principales. El gas al que llamábamos aspargo sufrió alteraciones. Estallaron extrañas tormentas Aunque el aspargo no es respirable, dio la impresión de que facilitaba nuestra respiración. Estaba subiendo, de modo que la respiración al nivel del suelo se hizo irregular. Cuanto más frío hacía, más subía el aspargo.

En cuanto a las mujeres, sufrían mucho debido a su desnudez. Sus hermosas alas perdieron lustre. Se les cayeron las plumas, hasta que ya no pudieron volar. Por fin, cuando pareció que el cielo se había teñido de rojo para siempre, y una extraña niebla lo invadía todo, una mujer de edad avanzada que todavía conservaba las alas bajó al suelo y convocó al elevador Wissler y los demás.

Dirigió la palabra a la multitud congregada.

—Hablo en nombre de la mayoría de nuestras mujeres. Hemos observado que el aire se enfría y cuesta más respirar. Por lo tanto, proponemos bajar a vuestro nivel para presentar nuestros lares a vuestros pegos, con el fin de que tenga lugar un coito masivo y el calor generado devuelva nuestro planeta al estado de felicidad en que se encontraba.

»Somos conscientes de que esta acción tal vez parezca desagradable, pero no se nos ocurre otra alternativa. Vuestros Jovenes han de cumplir su deber por el bien de la raza.

No demostró la menor sorpresa cuando los jóvenes accedieron de inmediato y con entusiasmo a su propuesta. Muchos se presentaron voluntarios. Confesaron que sus pegos ya estaban preparados para cumplir su deber y entrar en varios lares. Se acordó un día, y con bastante precipitación, pues el aumento del frío amenazaba con provocar una terrible letargia. El sol era poco más que un ojo congelado, empequeñecido bajo su párpado de nubes que lo eclipsaban. Los hombres estaban desesperados, pues algunos animales de los que dependían para subsistir habían caído en una extraña catalepsia, de la que era imposible despertarles.

El día acordado, las mujeres bajaron los dos mil peldaños tallados en el interior de sus grandes columnas. Ninguna podía volar. Sus alas inútiles rozaban la pared interior mientras descendían. Colgados cabeza abajo, en la parte inferior de los grandes peldaños, había objetos grandes similares a babosas. Se removieron cuando las mujeres pasaron. Uno o dos incluso extendieron delgadas antenas de quisquilla, como si examinaran el desfile.

El suelo pareció muy oscuro a las mujeres. Algunas estaban asustadas. Los hombres las recibieron con antorchas llenas de oropéndolas, aunque el brillo de las antorchas ya no era tan intenso como antes. No obstante, bastaron para que los hombres condujeran a las mujeres hasta su Gran Salón, donde se habían instalado cuarenta toscas camas, con mantas de colores chillones, veinte a cada lado del salón, con un estrecho espacio en medio para que cualquiera pudiera caminar y tomar posiciones.

Casi todas las mujeres se habían cubierto con trozos de tela para no pasar frío. Mientras se desvestían, los hombres también se quitaron sus toscas prendas a toda prisa. Se presentaron a sus parejas. Algunos pegos ya estaban en posición de firmes. Otros necesitaron cierta persuasión. Sonó un gong, una nota algo apagada. Los ochenta participantes se acostaron en las camas, uno al lado del otro. Se besaron y palparon las partes principales de la pareja, como los pegos, los lares y los tutis.

A otro golpe de gong, comenzó la fornicación en masa. Ochenta traseros se movieron al unísono. Un sonido de succión invadió la sala. Se generó mucha excitación y calor. De hecho, como el sorprendido superintendente comentó después, «el semen generado bastaba para llenar botellas de leche suficientes para alimentar a todos los cahows del planeta».

Hacia el final de aquella larga jornada, los hombres descubrieron que preferían la inmovilidad. Se estaba produciendo efecto neuroléptico. Los traseros dejaron de moverse, hasta quedar inmóviles como una talla. Las mujeres se libraron de sus cargas y se levantaron con dificultad, porque también estaban derivando hacia la inmovilidad. Pasaron por encima de los cuerpos inertes de los hombres y abandonaron el Gran Salón del Esparcimiento y la Copulación. Entonces, sus ojos entornados descubrieron un extraño espectáculo.

Una profunda niebla azul, casi tan espesa como melaza cubría el suelo, hasta la altura de la rodilla, y continuaba subiendo. El aire parecía compuesto de copos de nieve, y transmitía ruidos extraños, algunos toscos, algunos musicales. La atmósfera se estaba depositando. Las mujeres, sujetándose mutuamente para no caer, en muchos casos con sus vestidura aleteando en el viento, volvieron hacia sus columnas.

Se esforzaron por entrar, se esforzaron por subir unos pocos peldaños, hasta que una extraña catalepsia se apoderó de ellas. La última mujer que entró miró hacia arriba, y vio a través de un jirón en las nubes que su sol, en otro tiempo cordial ya no era más que una chispa lejana.

—Nos equivocamos —exclamó con voz ahogada—. ¡Demos gracias a Halón!

El fenómeno del apogeo se intensificó, aceleró, como si siguiente perihelio no distara varios miles de años.

La luna apareció, como una lámpara en el cielo atormentado. No consiguió iluminar. Rodaba muerta en su órbita. La nieve caía en largas varillas remolineantes, en lugar de copos individuales. La niebla azul se había espesado, y se convirtió en líquido. Al cabo de pocas horas, hasta el Gran Salón del Esparcimiento y la Copulación estaba inundado. Sólo tejado sobresalía del agua. Después, el tejado se hundió bajo olas ominosas. Ningún grito brotó de las gargantas de los hombres: todos se habían enamorado de la oscuridad, las profundidades abisales y los silencios voraces de la eternidad.

Continuaba lloviendo. Y el agua subía por los costados de las columnas.

¿Qué había sido de las mujeres refugiadas dentro de esas columnas?

El cambio de la atmósfera las redujo a la catalepsia, sobre los grandes peldaños. Se aovillaron juntas en una parodia de algún desastre étnico, se transformaron en algo sólido. Los pulmones dejaron de moverse, los corazones de latir, la sangre de circular. Sus úteros, aquellos receptáculos de un futuro lejano, se convirtieron en porcelana. Y lo que contenía aquella cámara de porcelana era una cosa diminuta y paciente, una mera multiplicidad de células, satisfecha con esperar durante siglos de frío y oscuridad, hasta que una vez más planeta y satélite surcaran siglos de proximidad.

Por encima de aquellos guiñapos de maternidad momificada, las cáscaras que colgaban de la parte inferior de los escalones empezaron a moverse. Se estaban agitando, despertando de un largo sueño filogénico en que la noche era día y el día era noche, y el escroto de una gamba contenía todas las dimensiones.

Las gambas habían revivido y ascendían, todavía medio dormidas, a través de los cilindros inundados, hasta estallar en toda su gloria sobre su entorno resucitado, todo oscuridad crepuscular y aspargo vivificante. El aspargo, con su punto de congelación bajo, lanzaba vientos nuevos sobre un enorme mar bravío, que de vez en cuando rompía contra las plataformas.

Por debajo de ellas se extendía un océano de atmósfera antigua. Por encima, el manto magnificente de estrellas, como si una nueva llama abrasara la galaxia. En verdad había fuego, convertido en diamantes…

Sus bigotes crecieron al verlo y olerlo. Sus cuerpos se estiraron como medias elásticas. Sus numerosas piernas desarrollaron altura, músculos y actividad. El color apareció a lo largo de sus cuerpos huecos. Corrieron chillando de felicidad, regocijándose del privilegio de estar vivas, conscientes… volando. Pues mientras corrían, sus alas brotaron como flores gigantescas, se extendieron, batieron como cometas y transportaron sus frágiles cuerpos al corazón del alegre aspargo oscuro.

Cuando sus cuerpos se elevaron, también lo hicieron su ánimos. El aspargo estaba encendido de color.

Y la raza negativa, libre de información, libre de conocimientos, libre de cualquier sabiduría, excepto la de navegar en los vientos sobre el océano, partió a diseminar su semilla en grandes regueros perfumados sobre los zafiros de hielo, hasta que la aurora solar despuntó, y una vez más la luz del sol regresó para cumplir su deber con los seres que existían bajo ese océano atmosférico.

Ninguna especie conocía a la otra. Cada una tenía su turno de felicidad. Para cada una, la otra especie era como un sueño.

Como ya he dicho, este mundo era muy parecido al otro aunque un poco diferente.

Poesía peruana: Osman Alzawihiri

POESÍA PERUANA: OSMAN ALZAWIHIRI


16 sep 2015


Presentamos la poesía de Osman Alzawihiri (Puno, Perú, 1982). Es docente de literatura y poeta. Ha publicado: Chuspa del café (2009), Sudario 2981 (Poesía, 2010) Herbaje de incienso (Poesía, 2011), Ichus negro (Poesía, 2013). Primer premio Horacio de Educación en el área de poesía 2011. Ha participado en el Festival de poesía Enero en la palabra 2014. Organizó el Primer Recital de poesía Transito de Humo. Es Director y compilador de la Revista de literatura Hado Tártaro.

 

 

LXVIII

leños para verme a diario y caminar hacia uno mismo sin soltar la pita y salutar espejos rotos que vuelan como hojas de nieve | la noche se recrea en rostros desmemoriales | perdiéndose unos tras otro | detrás de ese río inmóvil para verse en la diestra corpuscular anónimo| por eso ya están ornados de negro | ahí está | la dulzura que desangró los nubes rojos | tal vez oré a quien se fue sin mí| PERO VOY ENCEGUECIDO Y MUDO COMO SI ANDUVIERA CIUDADES

 

 

 

http://circulodepoesia.com/2015/09/poesia-peruana-osman-alzawihiri/

Luis Cernuda: 21 de septiembre de 1904

 

 

BIRDS IN THE NIGHT

 

El gobierno francés, ¿o fue el gobierno inglés?, puso una lápida

En esa casa 8 Great College Street, Camden Town, Londres,

Adonde en una habitación Rimbaud y Verlaine, rara pareja,

Vivieron, bebieron, trabajaron, fornicaron,

Durante algunas breves semanas tormentosas.

Al acto inaugural asistieron sin duda embajador y alcalde,

Todos aquellos que fueran enemigos de Verlaine y

Rimbaud cuando vivían.

 

La casa es triste y pobre, como el barrio,

Con la tristeza sórdida que va con lo que es pobre,

No la tristeza funeral de lo que es rico sin espíritu.

Cuando la tarde cae, como en el tiempo de ellos,

Sobre su acera, húmedo y gris el aire, un organillo

Suena, y los vecinos, de vuelta del trabajo,

Bailan unos, los jóvenes, los otros van a la taberna.

 

Corta fue la amistad singular de Verlaine el borracho

Y de Rimbaud el golfo, querellándose largamente.

Mas podemos pensar que acaso un buen instante

Hubo para los dos, al menos si recordaba cada uno

Que dejaron atrás la madre inaguantable y la aburrida esposa.

Pero la libertad no es de este mundo, y los libertos,

En ruptura con todo, tuvieron que pagarla a precio alto.

 

Sí, estuvieron ahí, la lápida lo dice, tras el muro,

Presos de su destino: la amistad imposible, la amargura

De la separación, el escándalo luego; y para éste

El proceso, la cárcel por dos años, gracias a sus costumbres

Que sociedad y ley condenan, hoy al menos; para aquél a solas

Errar desde un rincón a otro de la tierra,

Huyendo a nuestro mundo y su progreso renombrado.

 

El silencio del uno y la locuacidad banal del otro

Se compensaron. Rimbaud rechazó la mano que oprimía

Su vida; Verlaine la besa, aceptando su castigo.

Uno arrastra en el cinto el oro que ha ganado; el otro

Lo malgasta en ajenjo y mujerzuelas. Pero ambos

En entredicho siempre de las autoridades, de la gente

Que con trabajo ajeno se enriquece y triunfa.

 

Entonces hasta la negra prostituta tenía derecho de insultarles;

Hoy, como el tiempo ha pasado, como pasa en el mundo,

Vida al margen de todo, sodomía, borrachera, versos escarnecidos,

Ya no importan en ellos, y Francia usa de ambos nombres y ambas obras

Para mayor gloria de Francia y su arte lógico.

Sus actos y sus pasos se investigan, dando al público

Detalles íntimos de sus vidas. Nadie se asusta ahora, ni protesta.

“¿Verlaine? Vaya, amigo mío, un sátiro, un verdadero sátiro

Cuando de la mujer se trata; bien normal era el hombre,

Igual que usted y que yo. ¿Rimbaud? Católico sincero, como está demostrado.”

Y se recitan trozos del “Barco ebrio” y del soneto a las

“Vocales”.

Mas de Verlaine no se recita nada, porque no está de moda

Como el otro, del que se lanzan textos falsos en edición de lujo;

Poetas jóvenes, por todos los países, hablan mucho de él en sus provincias.

 

¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?

Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable

Para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella,

Como Rimbaud y Verlaine. Pero el silencio allá no evita

Acá la farsa elogiosa repugnante. Alguna vez deseó uno

Que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela.

Tal vez exageraba: si fuera sólo una cucaracha, y aplastarla.

 

 

 

http://circulodepoesia.com/2015/09/luis-cernuda-1904-1963-aniversario-de-su-nacimiento/

La esperanza es la cosa con plumas: Emily Dickinson

La esperanza es la cosa con plumas
 
 
La esperanza es la cosa con plumas

Que se posa en el alma,

Y canta la tonada sin palabras,

Y nunca jamás se detiene,

Y más dulce en el vendaval se oye;

Y severa debe ser la tormenta

que pueda perturbar al pequeño pájaro

que hizo conservar el calor a tantos.

Lo he oído en la tierra más fría

y en el mar más extraño;

sin embargo, nunca, en la adversidad,

pidió de mí una migaja.

 

http://circulodepoesia.com/2015/09/diegesis-emily-dickinson/

Microrelatos de Kafka

Pero bajo aquella gran humareda arde el fuego, y aquél cuyos pies arden no se librará ciertamente por el hecho de que no ve más que turbio humo.

 

 

 

Miramos, asombrados, aquel caballo gigantesco. Había traspasado el techo de nuestra habitación. El cielo nublado se deslizaba perezosamente a lo largo de su forma poderosa y su crin susurraba al viento.

 

 

 

El suicida es un preso que ve, en el patio de la prisión, una horca, cree erróneamente que le está destinada, se escapa por la noche de la celda, baja y se ahorca solo.

 

 

 

Las cosas fáciles son difíciles. Tan fáciles y tan difíciles. Como una cacería, en la que el único lugar donde se puede descansar es un árbol del otro lado del gran océano.

¿Pero por qué emigraron allá? La resaca en la costa es fuertísima, su territorio es tan estrecho y tan invencible. .

Si no hubieses preguntado habrías vuelto a la patria, pero tu pregunta te hará vagar aún por el gran océano. No fueron ellos quienes emigraron, fuiste tú.

 

 

Siempre listo, su casa es portátil, vive siempre en su patria.

 

 

 

Podría estar muy contento. Estoy empleado en el ayuntamiento. ¡Qué importante ser empleado del ayuntamiento! Poco trabajo, sueldo suficiente, mucho tiempo libre, y gran consideración a los ojos de toda la ciudad. Si considero bien la situación de un empleado del ayuntamiento no puedo dejar de envidiarlo. Y sin embargo, ahora lo soy yo mismo, soy empleado del ayuntamiento... y quisiera, si pudiese, arrojar esta dignidad mía al gato de la oficina, que todas las mañanas va de cuarto en cuarto recogiendo los restos de nuestros almuerzos.

 

 

 


 

 

 

 

APÓLOGO DEL PARAÍSO


Eva, transformada en serpiente, ofreció a Adán una manzana.

Fueron arrojados del Paraíso, pero ellos llevaron semillas consigo,

y Adán y Eva encontraron otra tierra y plantaron allí las semillas de paraíso.

 


Podemos hacer siempre el paraíso alrededor nuestro dondequiera que nos encontremos.

Para eso sólo se requiere estar desnudos.

 

Jaime Jaramillo Escobar