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La música y la muerte

5. LA MÚSICA Y LA MUERTE

Durante mucho tiempo la música se tocó con esos instrumentos de piedra que eran las naves de las iglesias, sumidas en la penumbra, del mundo románico, y luego con las inmensas y más luminosas avenidas de las catedrales, del mundo gótico. La música sobre la muerte de Dios siempre comenzaba con un silencio alrededor de las últimas palabras de su agonía, y luego se iba elevando hasta hacerse atronadora. A veces infundía terror. A veces entristecía. A veces consolaba. Por lo menos, así lo creían todos los músicos, cuando era falso y en el origen la música daba muerte al final del silencio que ella misma, con su acecho, convocaba. El sonido, denso y seco y puro, que hace la cuerda del arco, es el signo de la presa que cae a lo lejos, tan lejos que un perro tiene que socorrer a la vista, correr, saltar, para traerle al arquero eso que corría, que volaba, y que ha muerto. Exaltación de lo que cae, tanto para el olfato del perro como para la mirada del hombre. El hambre, o más bien la hambruna, es el núcleo de todos los deseos que nos poseen, sin excepción alguna. Fantasmas sonoros vagabundean por el espacio por encima de sus cadáveres, de sus pieles, de sus bosques, de sus incisivos, de sus tibias. Se baja a las grutas para oír, en primer lugar, los latidos del propio corazón en las tinieblas. Ese es verdaderamente el primer canto. Tal como se oye en la orilla del mar, cuando se aplica una concha marina a la oreja del niño. Esas cúpulas de nácar o de calcita tan oscuras también son depósitos de silencio antes de que formen paredes dedicadas a los ecos. Las iglesias sustituyeron a las antiguas cavernas como cajas de resonancia para una belleza cada vez más inaudita. Cuando el dios del sol tomó en sus manos la primera lira, lo que tomó fue el caparazón hueco de una tortuga, en la espalda de la cual se reúnen los presagios, y a la que da la vuelta en el umbral de la gruta en la linde de la Arcadia: tensa en ella las tripas de las cabras a las que pastorea y a las que ha matado. La palabra arco sirve para matar y para hacer sonar la música. La música lleva a los infiernos, y allí somete a las sombras voraces con las que se encuentra de repente, bruscamente, en el otro mundo. Ahí se refugiaron con sus propios antepasados aquellos que la enseñaron. Entonces los perros guardianes, los dogos, que fueron los primeros en conocerla, cuando todavía eran lobos, dejan de ladrar y se tumban ante la puerta inmensa que forman las gigantescas quijadas abiertas del Infierno. Orfeo avanza tocando sin cesar la lira ante los innumerables y penetrantes ojos de Cerbero. Entona cuatro sílabas que atraen a la sombra de su amada. Ella le sigue paso a paso, suavemente, envuelta en las resonancias de su propio nombre, de su voz, de su lira, mientras él franquea la puerta negra. Si súbitamente le abandona, sin avisarle, es por culpa de una mirada —es porque el músico se había vuelto, en busca de visión, de mira, de acecho, de mirada, de luz. Los sonidos fantasmas son como las apariciones en los sueños, todas las cuales reclaman, exigen, ojos cerrados y noche. Lo que los despierta en la noche no son posturas precisas, no son paisajes amados, sino crujidos, detonaciones misteriosas, campanas o gongs que llaman, pequeñas olas que rompen contra la roca, un rumor súbito en la orilla a la que da la ventana, bajo el balcón, melodías que quedan adheridas a la cavidad del cráneo, en bolsillos secretos, laberínticos, minúsculos divertículos, criptas, capillitas laterales, tragaluces en el interior de ese extraño aliento contenido que es cada alma humana cuando tiembla. Los sonidos que se siguen son pensamientos. Son resonancias de la emoción. Extraños hostigamientos que obsesionan al humor interno tanto como lo expresan. Misteriosas ofrendas de reproches, de aires que vuelven en bucle como apariciones, trinos de pájaros, penas.

Pascal Quignard

El amor el mar

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