El monstruo bicèfalo
El presente es el discurso de inauguración del Primer Congreso de Escritores
Colombianos, pronunciado el 30 de septiembre de 1998 en el auditorio de Comfama,
en Medellín, ante el vicepresidente de la república, Gustavo Bell.
Señor vicepresidente, señora directora de Comfama, amigos escritores:
Que cada quien hable por sí mismo, en nombre propio, y diga lo que tenga que decir
que el hombre nace solo y se muere solo y para eso estamos en Colombia donde por
lo menos, en medio de este desastre, somos libres de irnos y volver cuando
queramos, y de decir y escribir y opinar lo que queramos, así después nos maten. ¡Y
qué importa! Una libertad de semejante magnitud no tiene precio. En uso de esa
libertad espléndida que me confiere Colombia, que a nadie calla, me dirijo a ustedes
esta noche aprovechando que todavía estoy vivo. ¡Y que se callen los muertos! Con
eso de que cualquier vida humana aquí no vale más que unos cuantos pesos, los que
cuesta un sicario... ¡Y adivinen quién lo contrató! Esa es la ventaja de vivir en
Colombia, de morir en Colombia, que uno se va tranquilo sin saber de dónde vino la
bala, si de la derecha o de la izquierda, y así, ignorante el difuntico del causante de su
muerte, sin resentimientos ni rencores, se queda por los siglos de los siglos en la
infinita eternidad de Dios.
Pero una cosa por lo menos para mí sí está muy clara, pese a lo turbias que parecen
que están aquí las aguas: que hoy por hoy el signo de Colombia es la impunidad, que
se le viene a sumar al de la infamia. ¿Cuál infamia? La de siempre, la ignominada, la
que todos padecemos pero que nadie señala como si nadie la viera porque fuera
invisible, y la que nadie nombra como si no tuviera nombre. Y sin embargo sí lo tiene y
sí se ve. Es cuestión de querer nombrarla y verla. Es de ella de la que voy a hablar
aquí, y para empezar les diré que tiene la duración de nuestra historia, la historia de
Colombia.
Ya va para doscientos años que nació esto, un día en que se quebró un florero. ¿Lo
quebraron los criollos? ¿Lo quebraron los peninsulares? Unos y otros lo quebraron
puesto que eran unos mismos: tinterillos de corazón en busca de puesto. Acto
seguido les declaramos la guerra de independencia y se la ganamos. ¿Pero
independencia de qué? ¿De quién? ¿Por qué? ¿De España? España era eso: los
tinterillos, las estampillas, el papel sellado. Pues los tinterillos con sus estampillas y su
papel sellado han pesado desde entonces sobre nosotros y se han parrandeado
nuestro destino. Nosotros lo hemos permitido, nosotros les hemos dejado hacer, la
culpa es nuestra.
¡Cuánta tinta no ha corrido por este país en esos doscientos años en constituciones y
plebiscitos, en ordenanzas y decretos y leyes! Casi tanta como sangre. ¿Y para qué?
¿Para estar en donde estamos? Me salto las guerras civiles para llegar de carrera al
presente. Me salto las muchas del siglo pasado y la de comienzos de éste, pero no la
de mediados de éste porque de esa a mí me tocó saber de niño, la guerra no
declarada en el campo entre conservadores y liberales, la del machete; un machete
de doble filo, por un lado conservador y por el otro liberal, pero solo y único, cortador
de cabezas. ¿Y cuándo va a llegar la hora en que las palabras «conservador» y
«liberal» se entiendan aquí como lo que son, los nombres de la infamia? ¿Habrá que
esperar a los historiadores del año tres mil para que la etiqueta de la infamia se la
pongan ellos a quienes se la ganaron? ¿O seremos capaces de ponérsela de una vez
nosotros? Y para que no digan que soy un calumniador y que les estoy poniendo a
quienes no debo los calificativos que no debo, y que en un congreso de escritores, y
justamente el primero que se celebra en Colombia, estoy usando mal las palabras, les
voy a recordar unos nombres: El Dovio, Fresno, Irra, Salento, Armero, La Línea,
Letras, Icononzo, Supía, Anserma, Cajamarca, El Águila, Falan. El genocidio de El
Dovio, el genocidio de Fresno, el genocidio de Irra, el genocidio de Salento, el
genocidio de Armero, el genocidio de La Línea, el genocidio de Letras, el genocidio de
Icononzo, el genocidio de Supía, el genocidio de Anserma, el genocidio de Cajamarca,
el genocidio de El Águila, el genocidio de Falan, ¿qué? ¿Nunca ocurrieron?
Centenares de campesinos decapitados, extendidos en fila por el suelo con las
cabezas asignadas por manos caritativas a los cuerpos a la buena de Dios. ¡Qué!
¿Colombia ya los olvidó? ¿Es que con tanto muerto le entró el mal de la desmemoria y
se le borró la historia? A mí no. Pues esos genocidios se cometieron en nombre de los
principios irrenunciables del gran partido conservador o de los principios irrenunciables
del gran partido liberal, según fuera la filiación de los asesinos y del pueblo de los
muertos. Poquito después los dos partidos se pusieron de acuerdo, crearon el Frente
Nacional y se repartieron los puestos. ¿Y los muertos qué? ¿Y los principios qué? ¿No
dizque eran irrenunciables? Si eso no es infamia, entonces yo no sé qué quieren decir
aquí las palabras.
Y sin embargo seguimos eligiendo para los puestos públicos a quienes se siguen
llamando, o se dejan llamar cuando les conviene, conservadores o liberales. O son o
no son. Si no son, díganlo y renieguen del nombre. Pero si lo son, carguen con la
responsabilidad de lo que es hoy Colombia y con la etiqueta que se merecen de
infames.
Todo lo regularon, todo lo legislaron, todo lo gravaron. No se movía aquí una hoja de
árbol sin que pagara un impuesto o la controlara una ley. Hubo aquí un impuesto de
ausentismo para los colombianos que vivíamos afuera, y un impuesto de soltería para
los que no teníamos hijos. ¿Ausentismo el de los millones de colombianos que
vivíamos en los Estados Unidos, en México, en Venezuela, regados por el mundo,
donde fuera, porque aquí nos cerraron todas las puertas? ¿Y soltería donde la gente
se reproduce como animales y ya no cabemos? Los animales los matamos, los
bosques los tumbamos, los ríos los secamos, y los que aún corren los volvimos
cloacas. Cuando yo me fui, hace años, muchos años, me llevé en la memoria al
Cauca, el río de mi niñez. Se fue conmigo ese río caudaloso, torrentoso, sonándome
en el corazón sus queridas aguas. Un día, en uno de mis regresos, lo volví a ver: era
una quebrada sucia.
Yo no soy vocero de nadie ni hablo por nadie, pero en estos instantes siento como si
hablara a nombre de esos millones que se fueron de Colombia sin querer, porque yo
también me fui, porque yo soy uno de ellos. Yo nunca me he querido ir. Yo no tengo
más patria que ésta. ¡Impuesto de ausentismo como si la ausencia forzada fuera una
traición!
¡E impuesto de soltería como si casarse para imponer la vida fuera una obligación!
¿No será al revés, crimen lo que creen mérito? Quitar la vida incluso, lo cual va contra
el quinto mandamiento, es un delito menor. Imponer la vida es el crimen máximo, así
para ese no haya mandamiento que lo prohíba. Aquí todo el mundo se rasga las
vestiduras por los treinta mil asesinados de Colombia al año con los que nos hemos
convertido, y desde hace mucho, en el país más asesino de la tierra. ¿Y quién levanta
su voz por los quinientos mil o un millón de niños que sin haberlo pedido nacen en el
país cada año? ¿La Iglesia? ¿La Iglesia que es la que los va a sostener? La Iglesia no
sostiene a nadie, ella está para que la sostengan. ¿Y dónde van a vivir? ¿Y qué van a
comer? Vivirán en las comunas de Medellín que son una delicia, y comerán maná del
cielo que les lloverá la Divina Providencia.
Ni el partido conservador ni el partido liberal ni la Iglesia, que aquí son los dueños de la
voz, han hablado nunca por ellos. Por eso de los dos millones que éramos al
comenzar este siglo ya somos cuarenta y no nos toleramos porque no cabemos.
Pero estábamos en la proliferación de impuestos. ¡Cómo así que un impuesto de
guerra! ¿No se ha venido pues gastando siempre el Ejército una parte enorme del
presupuesto nacional? ¿Todo ese dinero qué se hace, qué se hizo, a qué saco roto ha
ido a dar? Como el impuesto de guerra lo que nos resultó fue el impuesto de la
derrota, ahora estrenamos gobierno con el impuesto de la paz. ¿La paz un impuesto?
O sea, como quien dice, que aquí pagamos porque estamos vivos y pagamos porque
estamos muertos. Un Estado que no es capaz de protegerle la vida a nadie no tiene
derecho a cobrar impuestos. Ni de paz ni de guerra ni de nada. Eso es una
inmoralidad.
Poniendo una tras otra las leyes y constituciones que aquí se han expedido desde el
Congreso «admirable», le podemos dar la vuelta a esta galaxia. La más reciente
Constitución le cambió el nombre a la capital y se lo volvió al del comienzo, Santafé de
Bogotá, que era el que tenía hace ciento ochenta años, cuando lo del florero. Así que
aquí avanzamos retrocediendo como el cangrejo. No faltará otro presidente genial que
convoque otro Congreso admirable que nos expida otra Constitución admirable que le
vuelva a cambiar el nombre a esa ciudad por el que tenía cuando nacimos, el de la
simple Bogotá. Ya dirán que es lo más conveniente para el correo. Sigan brillando,
genios nuestros de la administración y de las leyes, que mientras más brillen ustedes
nosotros más nos apagamos.
¡Y el actual Congreso! No éste de esta noche de esta sala sino el otro, el honorable. El
espectáculo que nos ha venido dando durante estos últimos años el honorable, ¿no
les hace pensar a ustedes, amigos escritores, que estamos usando muy mal el
idioma? Yo tenía entendido que «honorable» significaba «gente de bien» y no lo
contrario. Entonces una de dos: o la palabra «honorable» pasa en adelante a designar
lo opuesto a lo que designaba cuando yo nací y así se lo notificaremos a la Real
Academia Española de la Lengua para que tome nota, o se la quitamos al Congreso
de Colombia. Yo le propongo a este Primer Congreso de Escritores Colombianos aquí
reunidos que al Honorable Congreso de la República de Colombia le quitemos el
«honorable»: primero para aligerarlos de arandelas; y segundo para que tratemos de
salvar aunque sea, en medio de esta catástrofe, el idioma, de suerte que si nos vamos
a seguir matando por lo menos nos entendamos y nos podamos decir por qué.
En la confusión los linderos de las palabras se nos han borrado y ya estamos en plena
torre de Babel. Ya no sabemos dónde está la decencia y dónde la delincuencia. Ya no
distinguimos a la víctima del victimario. Se nos enloqueció la semántica.
La brecha inmensa que se ha abierto entre los colombianos en estos dos siglos que
van corridos desde el florero no es entre ricos y pobres como dicen muchos. Pobres
siempre ha habido y siempre habrá, y mientras más se reproduzcan más. La brecha,
la brecha injusta, la brecha inmensa es entre gobernantes y gobernados, entre
funcionarios y ciudadanos. Aquí no hay servidores públicos. Esos son cuentos. Lo que
hay es aprovechadores públicos que se reparten y parrandean los puestos. Se los
pasan de padres a hijos, de amigos a amigos, de compinches a hermanos: las
alcaldías, las gobernaciones, los ministerios, la presidencia. Ellos son los que dicen,
ellos son los que hablan, ellos son los que ges-ticulan; nosotros los que los oímos y
los vemos y los padecemos. Ellos son los protagonistas de la Historia; nosotros los
comparsas de su gloria. En ellos están puestos los reflectores; nosotros estamos en
la sombra. Ellos son los que suben; nosotros los que bajamos. Ellos son los que
cobran; nosotros los que pagamos, los que pagamos los impuestos y los platos rotos
de su fiesta. Dueños ellos y señores de las primeras planas, nosotros saldremos en la
página roja. Ellos van, vienen, funcionan, y mientras más van y vienen y funcionan, con
sus patas enormes de elefante ciego más nos atropellan. Nosotros somos los
servidores y ellos son los señores. Ellos trocaron los papeles. La sirvienta se nos
convirtió en la dueña de la casa.
Todos los caminos nos los bloquearon, todas las puertas nos las cerraron, en todo se
metieron y lo que estaba bien lo dañaron y lo que estaba mal lo empeoraron. Para
nada sirven pero en todo están: en la salud, en la economía, en el transporte, en la
educación. Hasta convocan congresos de escritores y nos ceden un ratico la palabra.
Muchas gracias y aprovechemos y sigamos que el tiempo se nos va a acabar.
Y ya piensan gravar a la industria editorial. La van a quebrar. También la van a quebrar.
¿Y quién nos va a editar los libros?
Siempre se las arreglan para conciliar los contrarios. Y así son pero no son y están
pero no están; quitan para poner y ponen para quitar. Hoy crean un ministerio de
cultura, mañana lo quieren quitar, pasado mañana volverlo a poner. Políticos de
Colombia, o sea burócratas, camarillas del partido conservador y liberal: No más
trabas, no más leyes, no más cambios, no más impuestos. No declaren más en los
noticieros. Desaparezcan, bórrense, ¡déjennos respirar!
Al monstruo bicéfalo liberal-conservador últimamente le salieron otras cabezas: la
guerrilla, los paramilitares y el narcotráfico. Y así tenemos hoy pesando sobre
Colombia a la hidra de cinco cabezas. Si bien las viejas produjeron a las nuevas y
hacen parte de un solo animal, las cabezas no se hablan ni se ven ni se quieren
reconocer. Temen verse en el espejo. Aunque a ratos cambian de opinión y sí se
miran y se ven y se reconocen y arman híbridos de cabezas. Entonces nos nacen el
Frente Nacional y la narcoguerrilla. En estos días dos de las cabezas resolvieron
hablarse y reconocerse y andan en diálogos de paz. Por eso el impuesto de la paz.
¿Y el de la guerra entonces qué? ¿Contra quién era la guerra? ¡Era una guerra entre
cabezas! ¡Y yo que de malpensado en México pensé que era contra Venezuela!
Para ser equitativo con las cabezas pero sin abusar más de su paciencia, les voy a
leer una última paginita.
Aquí, en esta tierra mía de Antioquia, en las montañas del municipio de Envigado, el
capo de los capos, difunto ya y cuyo nombre todos conocemos, al viceministro de no
sé qué de un presidentico reciente y genial (el que con estas avenidas tan amplias que
él nos construyó abrió la importación de carros y nos embotelló a Colombia), lo tomó
preso y lo arrodilló en su catedral y lo puso a oír misa. Yo estaba aquí y vi el show por
televisión, muerto de risa y de vergüenza. Al Estado colombiano mi paisano capo
cuando quiso lo compró y cuando quiso lo humilló y cuando quiso lo mató. ¡Descanse
en paz el pobre, gran contratador de sicarios!
En fin, los bandoleros, que por cuestiones de semántica hoy se llaman guerrilleros.
¡Cuánto petróleo no han regado, cuánta sangre no han derramado! ¡Cuánto boleteado,
cuánto desplazado, cuánto secuestrado, cuánto asesinado por ellos! Con sus
chantajes, con sus cultivos de coca, con sus secuestros, ya tienen dizque de todo:
armas modernas, cuentas en Suiza, sofisticados equipos de comunicación. Yo no sé,
no los conozco. A mí todavía no me han secuestrado, para quitarme estas regalías
enormes que me pagan en Planeta y Alfaguara. Pero lo que sí sé es que también
tienen, tienen, tienen «ideólogos». Como el partido comunista de Cuba, vaya, o como
tenían antaño aquí el partido liberal y el conservador. ¿Y quiénes serán, qué harán
estos señores «ideólogos» del E Ele Ene y de las Farc? Ah yo no sé, no sé qué harán.
Serán los que idean los chantajes, los secuestros, y qué tramo del oleoducto hay que
volar o a qué sicario hay que contratar para que mate a fulanito de tal. ¿Y habrá
posibilidad de negociar con estos «ideólogos», o será pura ilusión, espejismo? ¡No,
qué va! Sí se puede negociar, por supuesto. ¿Y cómo? Denles puestos. Repártanse
con ellos los puestos, según la fórmula ya probada y requeteprobada del Frente
Nacional. Por sus «ideologías», sus convicciones, no se preocupen, que son tan
sólidas e inconmovibles como los principios del gran partido conservador y liberal.
Pero dejemos esto que ya parezco Torquemada y éste es un Congreso de Escritores,
y no la quema de brujas de la Santa Inquisición. Amigos escritores: Colombia para la
literatura es un país fantástico, no hay otro igual. En medio de su dolor y su tragedia
Colombia es alucinante, deslumbrante, única. Por ello existo, por ella soy escritor.
Porque Colombia con sus ambiciones, con sus ilusiones, con sus sueños, con sus
locuras, con sus desmesuras me encendió el alma y me empujó a escribir. Ella
prendió en mí la chispa, y cuando me fui, la chispa se vino conmigo encendida y me
ha acompañado a todas partes, adonde he ido. Por eso yo no necesito inventar
pueblos ficticios, y así pongo siempre en todo lo que escribo, siempre, siempre,
siempre: «Bogotá», «Colombia», «Medellín». ¡Cómo no la voy a querer si por ella yo
soy yo y no un coco vacío! ¡Qué aburrición nacer en Suiza! ¡Qué bueno que nací aquí!
Tomado de www.revistanumero.com/20bicefa.htm
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