angelitos empantanados
Lo que era viernes, las ùltimas 2 horas de la tarde( geografìa e historia) me la pasaba pensando en el puesto de revistas. Era uno situado en la primera ceiba a la derecha del Paseo Bolìvar, al que me habìa llegado buscando los cuentos de Santo El Enmascarado de Plata( que en mi casa me los tenìan prohibidos, junto a los de Edgar Allan Poe, porque eran cuentos de la plebe), y terminè fue descubriendo las revistas de mujeres; cuando ya llevaba mis tiempos de ser cliente me las mostrò con disimulo el dueño del puesto ( un cucuteño hosco, de fabulosa mota, con el que me enemistè despuès porque le pedì rebaja y èl no quiso darmela, y yo me puse altanero y èl me diò de pata, y yo me le fuì corriendo pero mentàndole la madre, no en voz alta sino vocalizàndole bien el insulto sin que ningùn sonido saliera de mi boca, pero tan claro era que a las dos cuadras el hombre aùn se sentìa aludido y quiso salir a perseguirme pero no encontrò nadie que se le quedara cuidando las revistas) cuando ya no habìa un solo cuento de Santo que yo no hubiera visto, incluso los tomos, entonces me dijo:
-Venì acercate te muestro una cosa.
Yo me le acerquè con cuidado. Debajo de muchos "Domingos Alegres" me dejò ver la primera revista
-¿No querès ver mejor una revista de estas?- me dijo, y como que se reìa.
-¿Cuànto vale?
-A treinta, barato-me contestò.
Yo le paguè los 30 ( pero no era barato) y me sentè en la banca de siempre: ya habìan tumbado el viejo teatro Bolìvar y en su lugar no habìa quedado màs que el lote lleno de maleza, y la calle entre el parque y el lote no estaba aùn pavimentada. Digo que siempre me sentaba en la banca frente al lote. Abrì la revista, voltiè ràpido la primera pàgina y mirè para todos lados: en las otras bancas se hacìan, igual que hoy, viejitos conversadores de saco y corbata, bastòn y sombrero, y alrededor emboladores negros. Yo me cambiè de banca. Me hice en una bien al fondo, al lado de la fuente, y me sentì inquieto mirando el batallòn Pichincha, edificio gòtico que hoy no existe; en aquella època ya habìan trasladado a los soldados a Melèndez y en el edificio funcionaba el colegio Politècnico, donde estudiaron Jorge Herrera , Carlos Bernal...
Habìa quedado màs còmodo en aquella banca del fondo, hasta escuchando el sonar del agua de la fuente, viendo una mujer acostada sobre una alfombra verde: le habìan sacado la foto en picado y miraba a la càmara sacando la lengua, con los pochekes desparramados. Entonces el dueño me gritò desde su banquito y todo el mundo oyò, y yo estaba sabroso y por eso sentì verguenza.
-No se me haga tan lejos,pollo, que me gusta tener los clientes a la vista.
Yo pasè la pàgina de la mujer en la alfombra ràpido, como para que vieran que no me interesaba mucho, y fui y me hice en mi banca frente al lote, la ùnica desocupada. Nadie me habìa visto. Nadie me viò que vì la revista 3 veces, hasta que vino el dueño y me dijo:
-Ya estuvo-, y me arrebatò la revista-. Si quiere verla màs a ver los otros treinta. Yo no le dije nada, flojito como estaba. Me quedè allì un rato mirando el lote, los carros, agarrè mis libros y me fuì caminando Sexta abajo. ¿Còmo serìa poner toda la mano encima, le sacarìan a uno la lengua? Cuando lleguè a mi casa me abriò mi hermana mayor, y yo no fuì capaz de subir los ojos para que no viera que ya habìa conocido a la mujer.
Andrès Caicedo.
Angelitos Empantanados.
Editorial Norma , abril de 2000.
-Venì acercate te muestro una cosa.
Yo me le acerquè con cuidado. Debajo de muchos "Domingos Alegres" me dejò ver la primera revista
-¿No querès ver mejor una revista de estas?- me dijo, y como que se reìa.
-¿Cuànto vale?
-A treinta, barato-me contestò.
Yo le paguè los 30 ( pero no era barato) y me sentè en la banca de siempre: ya habìan tumbado el viejo teatro Bolìvar y en su lugar no habìa quedado màs que el lote lleno de maleza, y la calle entre el parque y el lote no estaba aùn pavimentada. Digo que siempre me sentaba en la banca frente al lote. Abrì la revista, voltiè ràpido la primera pàgina y mirè para todos lados: en las otras bancas se hacìan, igual que hoy, viejitos conversadores de saco y corbata, bastòn y sombrero, y alrededor emboladores negros. Yo me cambiè de banca. Me hice en una bien al fondo, al lado de la fuente, y me sentì inquieto mirando el batallòn Pichincha, edificio gòtico que hoy no existe; en aquella època ya habìan trasladado a los soldados a Melèndez y en el edificio funcionaba el colegio Politècnico, donde estudiaron Jorge Herrera , Carlos Bernal...
Habìa quedado màs còmodo en aquella banca del fondo, hasta escuchando el sonar del agua de la fuente, viendo una mujer acostada sobre una alfombra verde: le habìan sacado la foto en picado y miraba a la càmara sacando la lengua, con los pochekes desparramados. Entonces el dueño me gritò desde su banquito y todo el mundo oyò, y yo estaba sabroso y por eso sentì verguenza.
-No se me haga tan lejos,pollo, que me gusta tener los clientes a la vista.
Yo pasè la pàgina de la mujer en la alfombra ràpido, como para que vieran que no me interesaba mucho, y fui y me hice en mi banca frente al lote, la ùnica desocupada. Nadie me habìa visto. Nadie me viò que vì la revista 3 veces, hasta que vino el dueño y me dijo:
-Ya estuvo-, y me arrebatò la revista-. Si quiere verla màs a ver los otros treinta. Yo no le dije nada, flojito como estaba. Me quedè allì un rato mirando el lote, los carros, agarrè mis libros y me fuì caminando Sexta abajo. ¿Còmo serìa poner toda la mano encima, le sacarìan a uno la lengua? Cuando lleguè a mi casa me abriò mi hermana mayor, y yo no fuì capaz de subir los ojos para que no viera que ya habìa conocido a la mujer.
Andrès Caicedo.
Angelitos Empantanados.
Editorial Norma , abril de 2000.
2 comentarios
juan esteban arboleda orozco -
santiago -