Dos noches de pasiòn
Yo fui educada en Italia por una tía que quedó viuda muy joven. Cumplí los quince años sin tener del mundo otra idea que la idea terrorífica que sobre él nos inspira la religión, y pasaba mis días pidiendo a Dios que me librase del infierno.
Mi tía fomentaba este miedo, en lugar de atenuarlo. Era hosca y seca. Jamás me dio una prueba de ternura. Sólo algunas mañanas, llamándome a su lecho, me miraba dulcemente y me decía palabras afectuosas; me apretaba contra su seno, contra sus muslos y me estrujaba de repente en abrazos convulsivos... Aún creo estar viéndola agitarse, retorcerse, echar la cabeza hacia atrás y prorrumpir en una risa loca. Yo sentía entonces una tremenda angustia, creyéndola atacada de epilepsia.
Un día tuvo aquella mujer una entrevista con un fraile capuchino, y después me llamaron y el reverendo padre me dirigió este discurso:
-Hija mía, ya vais siendo grandecita y es hora ya de que el demonio de la tentación ponga en vos los ojos. pronto sentiréis sus ataques. Si no estáis pura y sin mancha, os herirán sus flechas; pero si os halláis limpia de pecado, seréis invulnerable. Nuestro Señor redimió al mundo por medio del dolor, y también vos por el dolor lavaréis vuestras culpas. Preparaos a experimentar los sufrimientos de la redención. Pedid a Dios la fuerza y el valor necesarios, porque esta noche seréis puesta a prueba... Id en paz, hija mía.
Ya mi tía me había hablado, unos días antes, de las torturas y las penitencias indispensables para conseguir el perdón de los pecados. Me retiré atemorizada con aquel anuncio del fraile. Así que me vi sola, quise rezar y elevar mi alma al cielo, pero no pude; mi alma estaba aterrada por el espanto del suplicio que me esperaba.
Mi tía acudió a buscarme a media noche. Me ordenó que me desnudara, me lavó de pies a cabeza y me echó una amplia bata negra, cerrada por el cuello y abierta por detrás. Vistióse ella lo mismo y ambas salimos de nuestra casa en coche.
Al cabo de una hora me vi en una vasta sala, tapizada de luto y alumbrada con una sola lámpara, suspendida del techo.
-Arrodillaos, sobrina. Disponéos para la oración y soportad con ánimo todo el mal que Dios os envíe.
Apenas hube obedecido, se abrió una puertecilla. Un fraile, encamisado como nosotras, se
acercó a mí y refunfuñó no sé qué cosa. Luego me separó el vestido y me dejó la grupa al
descubierto.
Lanzó un suspiró casi imperceptible, enardecido sin duda a la vista de mis carnes. Su mano fue paseándose por ellas complacida, se detuvo en las nalgas y acabó por posarse más abajo.
-¡Por aquí peca la mujer: por aquí ha de sufrir!-dijo con cavernosa voz.
Apenas proferidas estas palabras, me sentí azotada por unas disciplinas de recios nudos y con pinchos de hierro. Abracéme al reclinatorio y quise en vano ahogar los gritos. Pero el dolor era tan grande, que al cabo eché a correr por la sala clamando:
-¡Piedad, piedad! ¡No puedo resistir este martirio! Mejor quiero morir. ¡Tenedme compasión!.
-¡Miserable! ¡Cobarde!-dijo mi tía, indignada-. ¡Miradme a mí, mirad lo que yo hago! Y así diciendo, se quitó su túnica, se quedó desnuda, se echó de bruces y esperó el azote con los muslos levantados.
Cayó sobre ella una lluvia de golpes. El verdugo era implacable. Las carnes empezaron a sangrar.
Mi tía, impasible, inquebrantable, pedía a cada momento:
-¡Pegad! ¡Pegad más fuerte! ¡Más fuerte todavía!
Esta visión me trastornó. Sentí de pronto un valor sobrehumano y dije que me hallaba pronta a sufrir todo cuanto quisieran.
Mi tía se alzó del suelo y me cubrió de apasionados besos, mientras el fraile me ataba las manos y me ponía sobre los ojos una venda. ¿Qué deciros, en suma? Comenzó nuevamente mi suplicio, más terrible aún; pero yo tenía embotada la carne; no sentía nada; únicamente, en medio del chasquido de los azotes, creía escuchar como aullidos confusos, y palmoteos de manos sobre cuerpos desnudos, y risas insensatas, risas nerviosas, convulsivas, denunciadoras del placer sensual. A veces, la voz de mi tía, delirante de voluptuosidad, dominaba el orgiástico concierto, la extraña algarabía, la saturnal de sangre.
Más tarde pude comprender que el espectáculo de mi tormento servía para despertar y azuzar los apetitos. Cada uno de mis apagados ayes provocaba un espasmo de lujuria.
Extenuado, sin duda, a fuerza de golpearme, acabó mi verdugo. Yo seguía inmóvil, abrumada de espanto, resignada a la muerte; sin embargo, a medida que me iba recobrando, experimentaba un desasosiego singular, que estremecía e inflamaba mi carne. Me agitaba lúbricamente, como si quisiera satisfacer un afán insaciable. De pronto, me enlazaron dos brazos musculosos; sentí una cosa dura, rígida, caliente, que me punzó en la grupa, se deslizó hacia abajo y penetró en mi ser violentamente. Pensé que me abrían en dos pedazos. Lancé un grito horroroso, apagado al punto por las carcajadas. Dos o tres terribles envites acabaron de hundirme toda entera aquella cosa dura y desconocida. Las recias piernas de mi enemigo pegábanse a las mías llenas de sangre; me parecía que nuestros cuerpos se apretaban para fundirse en uno. Hinchábanse mis venas y saltaban mis nervios. El vigoroso roce que sentía, obrado con increíble agilidad, me daba tal calor, que creí que lo que había hendido mi ser era un hierro candente.
Caí en un éxtasis; me vi en el cielo. Un licor tibio y viscoso me inundó de pronto, penetró mis huesos, lo sentí hasta en la médula... ¡Oh, era demasiado! Entonces, mi organismo se hizo una fuente viva; corrió por él un fluido devorador como la lava ardiente y, con sacudidas frenéticas, furiosas, di salida a aquél río que me abrasaba y me derrumbé, extenuada, en un abismo de deleite infinito.
(...)
Mi goce se cambió muy pronto en un atroz dolor. Fui inhumanamente maltratada. Más de veinte frailes cayeron sobre mí, como hambrientos caníbales. Perdí el sentido; mi cuerpo quebrantado, destrozado, quedó tirado en tierra, como un cadáver. Al fin me trasladaron medio muerta a mi cama.
(...)
Vuelta a la vida, a la salud, comprendí la perversidad horrible de mi tía y de sus criminales compañeros, cuya lujuria habían enardecido mis torturas. Juré un odio mortal a aquellos miserables, y este odio, en mi venganza y en mi rabia, se lo guardé a todos los hombres. Siempre me sublevó la idea de soportar sus odiosas caricias. Jamás quise servir de vil juguete a sus deseos.
Mi naturaleza era ardiente; había que satisfacerla, y por instinto caí en el hábito, triste y enervador, del goce solitario, hasta que llegó el día en que me curé de él con las doctas lecciones de las hermanas del convento de la Redención. La fatal ciencia en que son ellas maestras me perdió para siempre.
Alfred de Musset
Dos noches de pasión
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