Magia Negra Great rock city.
En lo alto de la Casa Blanca ondea la bandera de las estrellas y las barras negras. Un soldado de chocolate, uniformado de azul y quepis rojo, sopla voluptuosamente en el dorado interior de una trompeta.
La ciudad sureña despierta a los acordes del blues. Los muchachos de brea y miembros largos ríen, con una risa blandamente ronca, y las muchachas de aceite ríen también descubriendo el teclado de los dientes. La embetunada multitud sale de las casas y los edificios, y se vuelca como un alegre río de petróleo en la calle mayor. Van tomados de las manos, vistiendo breves túnicas que dejan al descubierto los muslos largos y los pechos enhiestos. Todos son negros. Se desplazan, no caminan, con esa cadencia que los blancos nunca pudieron imitar.
La multitud emerge de todos los rincones de la ciudad, para asistir a una gran conmemoración.
El anciano consejero está de pie, en medio de la plaza principal, los brazos abiertos emergiendo de los blancos pliegues de la túnica y la mirada blanda posada en el extraño y doloroso pasado blanco de los negros.
La trompeta ha enmudecido, en tanto que los tambores desgranan un ritmo lento. Los tamborileros que rodean al anciano forman una inmensa medialuna, las bocas entreabiertas, las manos acariciando los cueros tensos, cientos de pares de manos negras y de voces balbucientes. La multitud espera y su silencio se ha convertido en un murmullo. Los negros brazos alados caen del cielo, despacio, como nubes de tormenta y la voz cascada del anciano musita las primeras palabras del ritual.
—Ebuo bwalu kemai wa namu...
—Oh, hijo de mi madre, un milagro ha sucedido...
La multitud hace eco a las viejas palabras del dialecto congolés y poco a poco, imperceptiblemente, se mece al ritmo de los tambores. El consejero emite ahora roncos sonidos que se convierten en palabras. El rito es muy lento y las voces bajas, susurrantes.
La trompeta desgarra repentinamente el murmullo de tambores y de voces. Es una melodía tensa y melancólica, como los viejos aires de la edad antigua de los negros. Transmite una tristeza profunda que penetra en los poros y los abre, sangrando sin dolor. Una tristeza sensual se mece ahora como una inmensa hamaca en la plaza mayor de Great Rock City.
El anciano balbucea, la multitud corea en un rugido apagado sus palabras, la trompeta horada el aire con un grito de angustia y el ritual tiene lugar aquí y en todas las ciudades a esta misma hora y en poco tiempo los negros bailarán y las palabras y los gestos y la música entretejerán los hilos de una historia que se recuerda cada año desde hace más de un milenio. La oscura y sudorosa multitud se fraccionará en grupos, en parejas, como obsidiana que se rompe en largos filamentos negros, en hileras retorcidas por el ritmo, y bailarán en el estilo de los antiguos tiempos una coreografía que narra su verdadera historia, como un libro viviente que nunca pudo ser quemado por ninguna inquisición.
Los dignatarios brujos harán su entrada en las plazas públicas, coronados de plumas irisadas, solamente ellos vestidos de túnica escarlata, haciendo alarde de su singular sabiduría, poblando el aire de las ciudades de una brisa cálida preñada de ruidos y estridencias.
Una vez más, como sucede cada año durante esta celebración, crecerá yerba fresca y verde bajo los pies descalzos sobre el pavimento de las calles, las lianas bordarán un manto que sofocará los blancos edificios y brotarán orquídeas y parásitas multicolores de los ojos, las orejas y las bocas de las viejas estatuas.
La última historia será contada y vivida nuevamente, los brujos más jóvenes mirarán el sacrificio de Joe Bradley, alias Babún, y otros harán el papel de sus verdugos, con espantosas máscaras lívidas adheridas a la oscura piel, en remembranza de la cerúlea epidermis de los blancos. Y sobre sus cabezas ondeará un penacho dorado y lacio, en remembranza también de las cabelleras lacias y doradas de los antiguos amos.
Los brujos viejos, a su vez, ceñidos por las túnicas de púrpura, los babalaos de la era del Color, los Autores de la Dicha y la Desgracia —que siempre viven juntas— lo observarán todo apaciblemente desde sus pedestales, pues al fin y al cabo fueron ellos, como encarnación de sus ancestros, los autores del Gran Cambio, aunque esto nadie lo sabe a ciencia cierta, porque todo comenzó realmente cuando las mujeres blancas comenzaron a entregarse a la negritud y cuando el “African look”, como una sombra del futuro, llegó para quedarse entre los blancos de manera definitiva. Por ese entonces —lo recuerdo muy bien— algún profeta anónimo dibujó un gigantesco grafito futurista que decía: “Dios es negra”, seguramente a sabiendas de que Dios siempre ha tomado la forma, el color y el sexo que le impone el porvenir.
II
Lo que narran los brujos sucedió hace tiempo en Little Rock City, que así llamábase entonces la que hoy se denomina Great Rock, en memoria de la gran venganza de los babalaos.
Entonces, tal como hoy, la calle central amodorrada de verano atravesaba la pequeña ciudad como un lento helminto blanco. Los edificios eran blancos también, como lo siguen siendo ahora, y gruesas cintas blancas señalaban sobre el negro pavimento las señales de tránsito. Aquella tarde el sol caía a plomo sobre la blanca ciudad del sur, que antes había sido aséptica y silenciosa como un gran hospital, como lo eran entonces casi todas las ciudades norteamericanas.
Aquella tarde de hace tanto tiempo, una mancha de color irrumpió súbitamente en la calle solitaria, se escurrió bajo la luz intensa adosándose a las paredes sombreadas, evitando caminar sobre las blancas señales, tratando de pasar inadvertida. Joe Bradley —más conocido como Babún— era el hombre más rápido de la ciudad y en ese momento se desplazaba con el trote largo y elástico de su raza, y sin saberlo, sus pies convertían el pavimento en suave yerba; a su paso la calle se inundó de colores y rítmicos sonidos, y su roja sangre lo impulsó hacia delante como un combustible de octanaje muy puro. Porque Babún tenía fama de ser lo que llaman en Cuba un babalao, o un oungham en Haití, un hombre de poder, lo que la gente del común entre nosotros llama un brujo. Lo cierto es que era un hombre de respeto para los de su raza y odiado por los del Klan. Pero ahora el sudor formaba arroyos en el negro muro de su frente, cayendo en diminutas cascadas por su rostro, esparciéndose por los pómulos separados y salientes. Sus ojos estaban abiertos como grandes platos angustiados y su lengua lubricaba febrilmente los labios de orquídea.
Babún respiraba con regularidad de máquina, como una bruñida “diesel” negra escapando calle arriba, en su vertiginosa huida.
La calle despertó bajo el aullar repentino de los neumáticos. Los que perseguían a Bradley eran tres vehículos deportivos, bajos y largos, devorando la distancia que los separaba de su presa, atestados de hombres blancos de cabezas doradas empujando hasta el fondo los aceleradores, dejando una estela de monóxido de carbono flotando tras de ellos.
Sabuesos metálicos refulgentes, sus cilindros jadeaban buscando al negro. Sonaron los cuernos de caza del lejano siglo XX y los jinetes vociferaron su himno blanco de odio. Chuck Corrigan, de la junta de mejoras públicas —distinguido miembro del partido republicano y presidente secreto del Klan—, iba al volante del primer auto, mascando un tabaco extinto, los ojos de un azul eléctrico horadando el espacio en busca de la presa de ojos negros palpitantes. Las aletas de su nariz eran como branquias y el sudor hacía lagunas en su camisa floreada.
En las noches de reunión del Klan, bajo la negra capucha cónica, sus meninges habían fabricado obsesivamente las secuencias de esta persecución fabricada por la odiosa retórica de sus inflamados discursos. El negro Bradley era odiado por ser el mejor deportista de Little Rock y ser líder de su comunidad. Como si esto fuera poco Babún tenía fama de brujo y de profesar antiguas religiones paganas en secreto, lo que aceleraba hasta el paroxismo el odio de algunos hacia él. Corrigan era el representante de ese odio y ahora ese mismo odio bombea en oleadas vertiginosas la sangre hasta su cara enrojecida y masca el tabaco con furia. Grita en el tropel de la cacería humana y su pie derecho espolea los 200 caballos que bufan dentro del motor del convertible anaranjado.
El negro escucha a sus espaldas el aullar de los neumáticos y el rugir de los tubos de escape. Sus ojos, como un par de perros extraviados, buscan una salida, un escondite. Su respiración acompasada se ha convertido en un violento jadear y las venas de sus sienes parecen estallar. Sus piernas se han vuelto de algodón y los músculos de su torso se contraen dolorosamente.
Está a punto de caer, como una mancha de aceite sobre el pavimento gris.
III
Esto es lo que ha venido narrando hasta ahora la ceremonia de la Gran Conmemoración, por boca del anciano consejero y el coro de los babalaos. De un momento a otro sobreviene el silencio. Los dedos color malva no percuten más los cueros; quedan tensos a pocos milímetros de las pieles de becerro. Los cuerpos de los danzantes ya no se estremecen, y todo el pueblo ha quedado estático en alguna precaria posición. Han detenido el tiempo. La ciudad es Babún a punto de caer, Babún jadeante, Babún violáceo, Babún a punto de ser arrollado, triturado, enquistado en el asfalto como grava humana.
La voz del consejero sisea como un chasquido en el silencio:
—Ngayi kwetu wa kwu mulengele mpatu...
—Regreso a mi lugar, allí donde crecen bellos árboles...
Los tambores recomienzan, la multitud repite: allí donde crecen bellos árboles —la multitud baila— donde el leopardo da caza a los espíritus del Calabar —la multitud corea las antiguas palabras africanas— donde el toque del conjuro llama a Tanze1 en ayuda de mi tribu —la trompeta lanza un grito agudo y persistente— llama a Tanze para que hagamos tambores de la piel de nuestros enemigos —la ciudad repite el mismo conjuro que pronunciara Joe Bradley, Babún, hace tanto, tanto tiempo, las palabras que él pronunciara en aquel preciso instante, antes de ser arrollado, realmente dichas quién sabe por quién, desde muy lejos, desde mucho antes que el mismo Babún existiera: llama a Tanze para que el conjuro caiga sobre ellos, para que sus hijos...
IV
Babún es alcanzado por el primer coche, el sabueso anaranjado que lo golpea de frente, enviando su cuerpo cinco metros adelante. Los coches restantes buscan el cuerpo aceitunado, los neumáticos pasan a muchas millas de velocidad sobre el cuerpo de Joe Bradley —alias Babún—, una y otra vez, deshaciendo sus largos muslos, triturando los anchos huesos del negro, reventando la caja del cráneo, esparciendo por doquier las rojas vísceras sangrantes. Rechinan los frenos, y como en las estúpidas series de televisión que ellos mismos inventaron, hacen cabriolas fúricas y vuelven a pasar sobre él; buscan con saña lo que queda de Babún y lo matan 50, muchas veces, hasta que de él no queda nada, sólo manchas y jirones sobre el pavimento.
Reviviendo ese momento, la multitud delira frenéticamente, las túnicas se desgarran, los cuerpos ruedan en trance por el suelo. Cada uno de ellos es Babún y sufre y se convulsiona con él en su agonía y aquello no cesa hasta que el trance es colectivo y la negra multitud yace postrada en un sueño poblado de extrañas deidades.
La magia hoy, como una vez todos los años, se enseñorea de la ciudad: los cuerpos yacen en la mullida yerba que acaba de nacer y sólo despertarán hasta más tarde, cuando sus mentes hayan vivido en sueños la última parte del ritual. Es el momento en que la vegetación exuberante se apodera de la ciudad. Las lianas reptan por las paredes de los edificios y hay mudos estallidos de color por todas partes.
V
Las Escrituras Negras dicen que Chuck Corrigan, poco tiempo después de haber asesinado a Babún, se encontraba paseando su opulenta figura en la sala de espera de la sección de maternidad del hospital de la que entonces se llamaba Little Rock City. Sus dientes triscan nerviosamente lo que queda de un tabaco apagado y maloliente. Su nerviosismo se debe a que su mujer, una gran rubia, casi albina, está pariendo el sexto retoño de los Corrigan.
No obstante, Chuck tiene más razones para estar nervioso; furiosamente aplasta por décima vez una orquídea que brota a cada rato de entre las baldosas. ¿Será cierto aquello de la maldición y del conjuro que los fuckin niggers dicen que arrojó el pinche Babún contra los blancos? Se ampara de su pañuelo y seca su frente sudorosa. Desde hace algunos días suceden cosas muy extrañas. Es para volverse loco, y piensa que se deben a la temperatura del verano sofocante los espejismos que le hacen ver endemoniadas plantas tropicales creciendo aquí y allá y en todas partes.
Va hacia la ventana y separa con mano febril la cortina vegetal que oculta la calle. Ve cómo afuera las palmeras han crecido embrujadamente rápido, obstruyendo el paso de los vehículos; no sabe si es su imaginación o una insensata realidad. Se retira de la ventana y tiene miedo de regresar a ella, porque entonces tal vez todo haya desaparecido. Las malditas plantas brotan, están ahí repentinamente y luego desaparecen y vuelven a surgir inesperadamente. Ayer creyó entrever una flor gigantesca y velluda, sembrada de asquerosas pecas, muy parecida a la que aparece en una de las láminas del libro de botánica que habla de esas plantas carnívoras que abundan en ciertas regiones del África. Tropieza, lanza un juramento y ve cómo su pie se ha enredado en una liana que avanza lentamente sobre el piso de la sala de espera hasta desaparecer por los largos corredores. Minutos más tarde no hay rastro de ella porque las baldosas se han cubierto repentinamente de un tapiz de flores rojas como amapolas diminutas. Su aroma es embriagante y alucinador.
Ahí viene la enfermera, abriéndose paso por entre la maleza que ha crecido en los corredores y se sorprende a sí mismo diciendo, para fingir indiferencia:
“¿No son lindas estas flores, señorita Liliane?”. Para preguntar después, en tono de forzada broma al observar el rostro aterrorizado de la mujer:
“No habrá sido niña esta vez, ¿verdad?”.
La enfermera baja la cabeza. Chuck comprende que ha acertado: se trata de una hembra. La enfermera no levanta la cabeza. Chuck arranca vigorosamente un lirio negro que acaba de surgir de la pared, diciendo:
“Quiero ver pronto a mi hija, condúzcame hasta allá inmediatamente”. Sigue a la enfermera muda y cabizbaja a través de los pasillos sembrados de musgo, hasta la salacuna. Es la número 23, dice la nurse, empecinada en no levantar cabeza, y Chuck Corrigan se dirige hacia la cuna azul.
En su interior hay un hermoso bebé negro que lo mira con ojos apacibles, muy abiertos.
Oye a lo lejos, entre la espesura, la voz de la enfermera:
“¡Mire usted las otras cunas, señor Corrigan... las otras cunas, por amor de Dios!”.
¡Todos son negros!
Y desde entonces, no hubo ya nunca más niños blancos jugando en las calles y en los parques de la ciudad. Ya no habría niños blancos, ni adolescentes blancos, ni adultos blancos.
Ningún blanco...
VI
La ceremonia ha terminado. La bulliciosa multitud de brea despierta de su sueño embrujado y se esparce por las calles. Es de noche y la música de jazz y de reggae desborda con la luz de todas las ventanas. Great Rock City ha llegado al final de una nueva conmemoración. Ha terminado el día en que, una vez por año, siempre en verano, la magia del Calabar convierte a la ciudad, durante algunas horas, en una espesa jungla de colores intensos. Pero hay quien dice que durante el invierno algunos han visto caer copos de una espesa, algodonada y negra nieve.
1. Tanze: Dios-pez de una antigua leyenda de Calabar, que dio origen a la sociedad mística del Abakúa.
*René Rebetez (Bogotá, 1933). Ha escrito, entre otros libros: Los ojos de la clepsidra (México, Editorial Pájaro Cascabel), La nueva prehistoria (México, Editorial Diana), Providencia (Bogotá, Editorial Antares) y Ellos lo llaman amanecer y otros relatos (Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1996).
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