Zygmunt Bauman: la cultura en la era del consumo
Zygmunt Bauman: la cultura en la era del consumo
Publicado el Lunes, 09 Septiembre 2013
Zygmunt Bauman analiza cómo la economía y el mercado transformaron
los bienes culturales en objetos de compra y venta
Por Zygmunt Bauman
Sobre la base de estudios realizados en Gran Bretaña, Chile, Hungría,
Israel y Holanda, un equipo de trece miembros dirigido por el
respetado sociólogo de Oxford John Goldthorpe llegó a la conclusión
de que ya no es posible diferenciar fácilmente a la elite cultural de
otros niveles más bajos en la correspondiente jerarquía mediante los
signos que otrora eran eficaces: la asistencia regular a la ópera y a
conciertos, el entusiasmo por todo lo que en algún momento se
considere "arte elevado" y el hábito de contemplar con desprecio "lo
común, desde las canciones pop hasta la televisión comercial".
Ello no equivale a decir que ya no existan personas consideradas -en
gran medida por ellas mismas- integrantes de una elite cultural:
verdaderos amantes del arte, gente que sabe mejor que sus pares no
tan cultivados de qué se trata la cultura, en qué consiste y qué se
juzga comme il faut o comme il ne faut pas -apropiado o inapropiado-
para un hombre o una mujer de cultura. Excepto que, a diferencia de
aquellas elites culturales de la modernidad, ya no son "connoisseurs"
en el sentido estricto de menospreciar el gusto del hombre común o el
mal gusto de los ignorantes. Por el contrario, hoy resulta más
apropiado calificarlos de "omnívoros", recurriendo al término acuñado
por Richard A. Peterson, de la Vanderbilt University: en su
repertorio de consumo cultural hay espacio para la ópera y también
para el heavy metal y el punk, para el "arte elevado" y también para
la televisión comercial, para Samuel Beckett y también para Terry
Pratchett. Un mordisquito de esto, un bocado de aquello, hoy una
cosa, mañana otra. Una mezcolanza. de acuerdo con Stephen Fry,
autoridad en tendencias de la moda y faro de la más exclusiva
sociedad londinense (así como estrella de exitosos programas
televisivos). Fry admite públicamente:
Una persona puede ser fanática de lo digital y a la vez leer libros;
puede ir a la ópera, mirar un partido de críquet y reservar entradas
para un recital de Led Zeppelin sin partirse en pedazos. ¿Te gusta la
comida tailandesa? ¿Pero qué tiene de malo la italiana? Epa, calma.
Me gustan las dos. Sí, se puede. Me puede gustar el rugby, el fútbol
y los musicales de Stephen Sondheim. El gótico victoriano y las
instalaciones de Damien Hirst. Herb Alpert & The Tijuana Brass y las
obras para piano de Hindemith. Los himnos ingleses y Richard Dawkins.
Las ediciones originales de Norman Douglas, y además los iPods, el
billar inglés, los dardos y el ballet.
O bien, tal como lo enunció Peterson en 2005 sintetizando veinte años
de investigación: "Observamos un deslizamiento en la política de los
grupos de elite, desde aquella intelectualidad esnob que desdeña toda
la cultura baja, vulgar o popular de masas [.] hacia la
intelectualidad omnívora que consume un amplio espectro de formas
artísticas populares así como cultas". En otras palabras, ninguna
obra de la cultura me es ajena: no me identifico con ninguna en un
ciento por ciento, de manera total y absoluta, y menos aún al precio
de negarme otros placeres. En todas partes me siento como en casa, a
pesar de que (o quizá porque) no hay ningún lugar que pueda
considerar mi casa. No se trata tanto de la confrontación entre un
gusto (refinado) y otro (vulgar), como de lo omnívoro contra lo
unívoro, la disposición a consumirlo todo contra la selectividad
melindrosa. La elite cultural está vivita y coleando: hoy está más
activa y ávida que nunca. pero está tan ocupada siguiendo hits y
otros eventos culturales célebres que no tiene tiempo para formular
cánones de fe o convertir a otros.
Aparte del principio de "no ser puntilloso, no ser quisquilloso" y
"consumir más", no tiene nada que decir a la multitud unívora que
está en la base de la jerarquía cultural.
Y sin embargo, como se lee en una obra de Pierre Bourdieu de hace
apenas unas décadas, hubo un tiempo en que cada oferta artística
estaba dirigida a una clase social específica, y sólo a esa clase, en
tanto que era aceptada únicamente -o primordialmente- por esa clase.
El triple efecto de aquellas ofertas artísticas -definición de clase,
segregación de clase y manifestación de pertenencia a una clase- era,
de acuerdo con Bourdieu, su esencial razón de ser, la más importante
de sus funciones sociales, quizás incluso su objetivo oculto, si no
declarado.
Según Bourdieu, las obras de arte destinadas al consumo estético
indicaban, señalaban y protegían las divisiones entre clases,
demarcando y fortificando legiblemente las fronteras que separaban
unas de otras. A fin de trazar fronteras inequívocas y protegerlas
con eficacia, todos los objets d'art, o al menos una significativa
mayoría, debían estar destinados a conjuntos mutuamente excluyentes,
cuyos contenidos no correspondía mezclar ni aprobar o poseer de forma
simultánea. Lo que contaba no eran tanto sus contenidos o cualidades
innatas como sus diferencias, su intolerancia mutua y la prohibición
de conciliarlas, características erróneamente presentadas como
manifestación de su resistencia innata e inmanente a las relaciones
morganáticas. Había gustos de las elites -"alta cultura" por
naturaleza-, gustos mediocres o "filisteos" típicos de la clase media
y gustos "vulgares", venerados por las clases bajas: y mezclar esos
gustos era más difícil que mezclar agua con fuego. Quizá la
naturaleza abominara del vacío, pero lo indudable era que la cultura
no toleraba una mélange. En La distinción, Bourdieu dijo que la
cultura se manifestaba ante todo como un instrumento útil concebido a
conciencia para marcar diferencias de clase y salvaguardarlas: como
una tecnología inventada para la creación y la protección de
divisiones de clase y jerarquías sociales.
En resumen, la cultura se manifestaba tal como la había descripto
Oscar Wilde un siglo antes: "Quienes encuentran significados bellos
en las cosas bellas son espíritus cultivados [.]. Son los elegidos, y
para ellos las cosas bellas sólo significan belleza". "Los elegidos",
es decir, los que cantan loas a aquellos valores que ellos mismos
sostienen, al tiempo que se aseguran el triunfo en el concurso de
canciones. Es inevitable que encuentren significados bellos en la
belleza, ya que son ellos quienes deciden qué es la belleza; incluso
antes de que comenzara la búsqueda de la belleza, quiénes si no los
elegidos decidieron dónde buscarla (en la ópera y no en el music hall
o en un puesto de feria; en las galerías y no en las paredes de la
ciudad o en las reproducciones baratas que decoran las casas obreras
y campesinas; en volúmenes con tapas de cuero y no en la gráfica del
periódico o en otras publicaciones que se adquieren por centavos).
Los elegidos no son elegidos en virtud de su percepción de lo bello,
sino más bien en virtud de que la aserción "esto es bello" es
vinculante precisamente porque la han pronunciado ellos y la han
confirmado con sus acciones.
Sigmund Freud creía que el saber estético busca en vano la esencia,
la naturaleza y las fuentes de la belleza, sus cualidades inmanentes,
por así decir, y suele ocultar su ignorancia en un torrente de
pronunciamientos pomposos, presuntuosos y en última instancia vacíos.
"La belleza no tiene una utilidad evidente -decreta Freud-, ni es
manifiesta su necesidad cultural, y sin embargo la cultura no podría
vivir sin ella."
Pero por otra parte, tal como sugiere Bourdieu, la belleza tiene sus
beneficios y hay una necesidad de que exista. Aunque los beneficios
no son "desinteresados", como aseveraba Kant, son beneficios de todos
modos, y si bien la necesidad no es necesariamente cultural, es
social; y es muy probable que tanto los beneficios como la necesidad
de distinguir entre belleza y fealdad, o entre delicadeza y
vulgaridad, perduren mientras existan la necesidad y el deseo de
distinguir la alta sociedad de la baja sociedad, así como al
connoisseur de gustos refinados de quienes tienen mal gusto, de las
vulgares masas, de la plebe y de la chusma...
Luego de considerar atentamente estas descripciones e
interpretaciones, queda claro que la "cultura" (un conjunto de
preferencias sugeridas, recomendadas e impuestas en virtud de su
corrección, excelencia o belleza) era para los autores citados, en
primer lugar y en definitiva, una fuerza "socialmente conservadora".
A fin de demostrar su eficacia en esta función, la cultura tenía que
poner en práctica, con igual tesón, dos actos de subterfugio
aparentemente contradictorios. Tenía que ser tan enfática, severa e
inflexible en sus avales como en sus censuras, en otorgar como en
negar entradas, en autorizar documentos de identidad como en negar
derechos de ciudadanía. Además de identificar qué era deseable y
recomendable por ser "como debe ser" -familiar y acogedor-, la
cultura necesitaba significantes para indicar qué cosas merecían
desconfianza y debían ser evitadas a causa de su bajeza y su amenaza
encubierta; letreros que advirtieran, como más allá de los confines
de Roma en los mapas antiguos, que hic sunt leones: aquí hay leones.
La cultura debía asemejarse al náufrago de aquella parábola inglesa
aparentemente irónica pero de intención moralizante, que a fin de
sentirse como en casa, es decir, de adquirir una identidad y
defenderla con eficacia, tuvo que construir tres moradas en la isla
desierta donde había zozobrado su barco: la primera era su vivienda,
la segunda era el club que frecuentaba todos los sábados y la tercera
cumplía la sola función de ser el lugar cuyo umbral el náufrago no
debía cruzar, y en consecuencia evitó cruzar asiduamente en todos los
largos años que pasó en la isla.
Cuando fue publicado hace más de treinta años, La distinción de
Bourdieu puso patas arriba el concepto original de "cultura" nacido
con la Ilustración y luego transmitido de generación en generación.
El significado de cultura que descubría, definía y documentaba
Bourdieu estaba a una distancia remota del concepto de "cultura" tal
como se lo había moldeado e introducido en el lenguaje corriente
durante el tercer cuarto del siglo XVIII, casi al mismo tiempo que el
concepto inglés de refinement y el alemán de Bildung.
De acuerdo con su concepto original, la "cultura" no debía ser una
preservación del statu quo sino un agente de cambio; más
precisamente, un instrumento de navegación para guiar la evolución
social hacia una condición humana universal. El propósito original
del concepto de "cultura" no era servir como un registro de
descripciones, inventarios y codificaciones de la situación
imperante, sino más bien fijar una meta y una dirección para las
iniciativas futuras. El nombre "cultura" fue asignado a una misión
proselitista que se había planeado y emprendido como una serie de
tentativas cuyo objeto era educar a las masas y refinar sus
costumbres, para mejorar así la sociedad y conducir al "pueblo" -es
decir, a quienes provenían de las "profundidades de la sociedad-
hacia sus más altas cumbres. La "cultura" se asociaba a un "rayo de
luz" que pasaba "bajo los aleros" para ingresar a las moradas del
campo y la ciudad, llegando a los oscuros escondrijos del prejuicio y
la superstición que, como tantos otros vampiros (se creía), no
sobrevivirían a la luz del día. De acuerdo con el apasionado
pronunciamiento de Matthew Arnold en su influyente libro con el
sugestivo título Cultura y anarquía (1869), la "cultura" "procura
suprimir las clases sociales, difundir en todas partes lo mejor que
se haya pensado o conocido en el mundo, lograr que todos los hombres
vivan en una atmósfera de belleza e inteligencia"; además, de acuerdo
con otra opinión expresada por Arnold en su introducción a Literature
and Dogma (1873), la cultura es la combinación de los sueños y los
deseos humanos con el esfuerzo de quienes quieren y pueden
satisfacerlos: "La cultura es la pasión por la belleza y la
inteligencia, y (más aún) la pasión por hacerlas prevalecer".
La palabra "cultura" ingresó en el vocabulario moderno como una
declaración de intenciones, como el nombre de una misión que aún era
preciso emprender. El concepto era tanto un eslogan como un llamado a
la acción. Al igual que el concepto que proporcionó la metáfora para
describir esta intención (el concepto de "agricultura", que asociaba
a los agricultores con los campos que cultivaban), exhortaba al
labrador y al sembrador a que araran y sembraran el suelo árido para
enriquecer la cosecha mediante el cultivo (incluso Cicerón usó esta
metáfora al describir la educación de los jóvenes con el término
cultura animi). El concepto suponía una división entre los educadores
llamados a cultivar las almas, relativamente escasos, y los numerosos
sujetos que habían de ser cultivados; los guardianes y los guardados,
los supervisores y los supervisados, los educadores y los educandos,
los productores y sus productos, sujetos y objetos, así como el
encuentro que debía tener lugar entre ellos.
De la palabra "cultura" se infería un acuerdo planeado y esperado
entre quienes poseían el conocimiento (o al menos estaban seguros de
poseerlo) y los incultos (llamados así por sus entusiastas aspirantes
a educadores); un contrato, vale aclarar, provisto de una sola firma,
endosado de forma unilateral y puesto en marcha bajo la exclusiva
dirección de la flamante "clase instruida", que reivindicaba su
derecho a moldear el orden "nuevo y mejor" sobre las cenizas del
Ancien Régime. La intención expresa de esta nueva clase era la
educación, la ilustración, la elevación y el ennoblecimiento de le
peuple, de quienes recientemente habían sido investidos del rol de
citoyens en los nuevos état-nations, el apareamiento de una nación
recién formada que se elevaba a la existencia de Estado soberano con
el nuevo Estado que aspiraba a desempeñar el papel de fideicomisario,
defensor y guardián de la nación.
El "proyecto de ilustración" otorgaba a la cultura (entendida como
actividad semejante al cultivo de la tierra) el estatus de
herramienta básica para la construcción de una nación, un Estado y un
Estado nación, a la vez que confiaba esa herramienta a las manos de
la clase instruida. Entre ambiciones políticas y deliberaciones
filosóficas, pronto cristalizaron dos metas gemelas de la empresa de
ilustración (ya se las anunciara abiertamente o se las supusiera de
forma tácita) en el doble postulado de la obediencia de los súbditos
y la solidaridad entre compatriotas.
El crecimiento del "populacho" incrementaba la confianza del Estado
nación en formación, pues se creía que el incremento en el número de
potenciales trabajadores-soldados aumentaría su poder y garantizaría
su seguridad. Sin embargo, puesto que el esfuerzo conjunto de la
construcción nacional y el crecimiento económico también resultaba en
un excedente cada vez mayor de individuos (en esencia, era preciso
desechar categorías enteras de población para dar a luz y fortalecer
el orden deseado, así como acelerar la creación de riquezas), el
flamante Estado nación pronto enfrentó la apremiante necesidad de
buscar nuevos territorios allende sus fronteras: territorios con
capacidad para absorber el exceso de población que ya no encontraba
lugar entre los límites del suyo.
La perspectiva de colonizar dominios lejanos demostró ser un potente
estímulo para la idea iluminista de la cultura y dotó la misión
proselitista de una dimensión completamente nueva que abarcaba en
potencia al mundo entero. En exacto reflejo de la idea de
"ilustración del pueblo" se forjó el concepto de la "misión del
hombre blanco", que consistía en "salvar al salvaje de su barbarie".
Pronto estos conceptos serían dotados de un comentario teórico en la
forma de una teoría evolucionista de la cultura, que elevaba el mundo
"desarrollado" al estatus de incuestionable perfección, que tarde o
temprano habría de ser imitada o deseada por el resto del planeta. En
aras de esta meta era preciso ayudar activamente al resto del mundo,
coaccionándolo en caso de que opusiera resistencia. La teoría
evolucionista de la cultura adjudicaba a la sociedad "desarrollada"
la función de convertir a todos los habitantes del planeta. Todas sus
futuras empresas e iniciativas se reducían al papel que estaba
destinada a desempeñar la elite instruida de la metrópoli colonial
frente a su propio "populacho" metropolitano.
Bourdieu concibió su investigación, recabó los datos y los interpretó
en el preciso momento en que estas iniciativas comenzaban a perder su
ímpetu y su sentido de dirección, y en términos generales ya estaban
exánimes, al menos en las metrópolis donde se tramaban las visiones
del futuro esperado y postulado, aunque no tanto en las periferias
del imperio, desde donde las fuerzas expedicionarias eran llamadas a
volver mucho antes de que hubieran logrado elevar la vida de los
nativos a los estándares adoptados en las metrópolis. En cuanto a
estas últimas, la ya bicentenaria declaración de intenciones había
logrado establecer en ellas una amplia red de instituciones
ejecutivas, financiadas y administradas principalmente por el Estado,
con suficiente vigor como para apoyarse en su propio ímpetu, su
rutina arraigada y su inercia burocrática. Ya se había moldeado el
producto deseado (un "populacho" transformado en un cuerpo cívico) y
se había asegurado la posición de las clases educadoras en el nuevo
orden, o al menos se había logrado que fueran aceptadas como tales.
Lejos de aquella audaz y arriesgada tentativa, cruzada o misión de
antaño, la cultura se asemejaba ahora a un mecanismo homeostático:
una suerte de giroscopio que protegía al Estado nación de los vientos
de cambio y de las contracorrientes, a la vez que lo ayudaba, a pesar
de las tempestades y los caprichos del tiempo inestable, a "mantener
el barco en su rumbo correcto" (o bien, como diría Talcott Parsons
mediante su expresión por entonces en boga, permitir que el "sistema"
"recobre su propio equilibrio").
En resumen, la "cultura" dejaba de ser un estimulante para
transformarse en tranquilizante, dejaba de ser el arsenal de una
revolución moderna para transformarse en un depósito de productos
conservantes. La "cultura" pasó a ser el nombre de las funciones
adjudicadas a estabilizadores, homeostatos o giróscopos. Cuando
Bourdieu la captó, inmovilizó, registró y analizó a la manera de una
instantánea en La distinción, la cultura se hallaba en pleno
cumplimiento de estas funciones (que pronto se revelarían como
efímeras). Bourdieu no logró sustraerse al destino del proverbial
búho de Minerva, esa diosa de toda sabiduría: observaba un paisaje
iluminado por el sol poniente, cuyos contornos habían adquirido una
nitidez momentánea que pronto se fundiría en el inminente crepúsculo.
Lo que captó en su análisis fue la cultura en su etapa homeostática:
la cultura al servicio del statu quo, de la reproducción monótona de
la sociedad y el mantenimiento del equilibrio del sistema, justo
antes de la inevitable pérdida de su posición, que se aproximaba a
paso redoblado.
Esa pérdida de posición fue el resultado de una serie de procesos que
estaban transformando la modernidad, llevándola de su fase "sólida" a
su fase "líquida". Uso aquí el término "modernidad líquida" para la
forma actual de la condición moderna, que otros autores denominan
"posmodernidad", "modernidad tardía", "segunda" o "híper" modernidad.
Esta modernidad se vuelve "líquida" en el transcurso de una
"modernización" obsesiva y compulsiva que se propulsa e intensifica a
sí misma, como resultado de la cual, a la manera del líquido -de ahí
la elección del término-, ninguna de las etapas consecutivas de la
vida social puede mantener su forma durante un tiempo prolongado. La
"disolución de todo lo sólido" ha sido la característica innata y
definitoria de la forma moderna de vida desde el comienzo, pero hoy,
a diferencia de ayer, las formas disueltas no han de ser remplazadas
-ni son remplazadas- por otras sólidas a las que se juzgue
"mejoradas", en el sentido de ser más sólidas y "permanentes" que las
anteriores, y en consecuencia aún más resistentes a la disolución. En
lugar de las formas en proceso de disolución, y por lo tanto no
permanentes, vienen otras que no son menos -si es que no son más-
susceptibles a la disolución y por ende igualmente desprovistas de
permanencia.
Al menos en esa parte del planeta donde se formulan, se difunden, se
leen con fruición y se debaten apasionadamente las apelaciones en
favor de la cultura (a la que, recordemos, se había relevado antes de
su rol de asistente de las naciones, los Estados y las jerarquías
sociales en proceso de autodeterminación y autoconfirmación), ésta
pierde rápidamente su función de sierva de una jerarquía social que
se reproduce a sí misma. Las tareas hasta entonces encomendadas a la
cultura fueron cayendo una por una, quedaron abandonadas o pasaron a
ser cumplidas por otros medios y con diferentes herramientas.
Liberada de las obligaciones que le habían impuesto sus creadores y
operadores -obligaciones consecuentes con el rol primero misional y
luego homeostático que cumplía en la sociedad-, la cultura puede
ahora concentrarse en la satisfacción y la solución de necesidades y
problemas individuales, en pugna con los desafíos y las tribulaciones
de las vidas personales.
Puede decirse que la cultura de la modernidad líquida (y más en
particular, aunque no de forma exclusiva, su esfera artística) se
corresponde bien con la libertad individual de elección, y que su
función consiste en asegurar que la elección sea y continúe siendo
una necesidad y un deber ineludible de la vida, en tanto que la
responsabilidad por la elección y sus consecuencias queda donde la ha
situado la condición humana de la modernidad líquida: sobre los
hombros del individuo, ahora designado gerente general y único
ejecutor de su "política de vida".
No hablamos aquí de un cambio de paradigma ni de su modificación:
resulta más apropiado hablar del comienzo de una era
"posparadigmática" en la historia de la cultura (y no sólo de la
cultura). Aunque el término "paradigma" aún no ha desaparecido del
vocabulario cotidiano, se ha sumado a la familia de las "categorías
zombis" (como diría Ulrich Beck), que crece a paso acelerado:
categorías que deben ser usadas sous rature [en borrador] si, en
ausencia de sustitutos adecuados, todavía no estamos en condiciones
de renunciar a ellas (como preferiría decirlo Jacques Derrida). La
modernidad líquida es una arena donde se libra una constante batalla
a muerte contra todo tipo de paradigmas, y en efecto contra todos los
dispositivos homeostáticos que sirven a la rutina y al conformismo,
es decir que imponen la monotonía y mantienen la predictibilidad.
Ello se aplica tanto al concepto paradigmático heredado de cultura
como a la cultura en sentido amplio (es decir, la suma total de los
productos artificiales o el "excedente de la naturaleza" hecho por el
ser humano), que aquel concepto intentó captar, asimilar
intelectualmente y volver inteligible.
Hoy la cultura no consiste en prohibiciones sino en ofertas, no
consiste en normas sino en propuestas. Tal como señaló antes
Bourdieu, la cultura hoy se ocupa de ofrecer tentaciones y establecer
atracciones, con seducción y señuelos en lugar de reglamentos, con
relaciones públicas en lugar de supervisión policial: produciendo,
sembrando y plantando nuevos deseos y necesidades en lugar de imponer
el deber. Si hay algo en relación con lo cual la cultura de hoy
cumple la función de un homeostato, no es la conservación del estado
presente sino la abrumadora demanda de cambio constante (aun cuando,
a diferencia de la fase iluminista, se trata de un cambio sin
dirección, o bien en una dirección que no se establece de antemano).
Podría decirse que sirve no tanto a las estratificaciones y
divisiones de la sociedad como al mercado de consumo orientado por la
renovación de existencias.
La nuestra es una sociedad de consumo: en ella la cultura, al igual
que el resto del mundo experimentado por los consumidores, se
manifiesta como un depósito de bienes concebidos para el consumo,
todos ellos en competencia por la atención insoportablemente fugaz y
distraída de los potenciales clientes, empeñándose en captar esa
atención más allá del pestañeo. Tal como señalamos al comienzo, la
eliminación de las normas rígidas y excesivamente puntillosas, la
aceptación de todos los gustos con imparcialidad y sin preferencia
inequívoca, la "flexibilidad" de preferencias (el actual nombre
políticamente correcto para el carácter irresoluto), así como las
elecciones transitorias e inconsecuentes, constituyen la estrategia
que se recomienda ahora como la más sensata y correcta. Hoy la
insignia de pertenencia a una elite cultural es la máxima tolerancia
y la mínima quisquillosidad. El esnobismo cultural consiste en negar
ostentosamente el esnobismo. El principio del elitismo cultural es la
cualidad omnívora: sentirse como en casa en todo entorno cultural,
sin considerar ninguno como el propio, y mucho menos el único propio.
Un crítico y reseñador de TV de la prensa intelectual británica
elogió un programa del Año Nuevo 2007-2008 por su promesa de "brindar
un conjunto de entretenimientos musicales para satisfacer el apetito
de todos". "Lo bueno -explicó- es que su atractivo universal permite
a uno entrar y salir del show según la preferencia." Es una cualidad
digna de elogio y en sí admirable de la oferta cultural en una
sociedad donde las redes reemplazan a las estructuras, en tanto que
un juego ininterrumpido de conexión y desconexión de esas redes, así
como la interminable secuencia de conexiones y desconexiones,
reemplazan a la determinación, la fidelidad y la pertenencia.
Hay otro aspecto a destacar en las tendencias aquí descriptas: una de
las consecuencias de que el arte se quite de encima la carga de
cumplir una función de peso es también la distancia, a menudo irónica
o cínica, que adoptan con respecto a él tanto sus creadores como sus
receptores. Hoy el discurso sobre el arte rara vez adquiere el tono
ceremonioso o reverencial tan común en el pasado. Ya no se llega a
las manos. No se levantan barricadas. No hay destellos de puñales. Si
se dice algo en relación con la superioridad de una forma de arte
sobre otra, se lo expresa sin pasión y sin brío; por otra parte, las
visiones condenatorias y la difamación son menos frecuentes que
nunca. Tras este estado de las cosas se esconde una sensación de
vergüenza, una falta de confianza en sí mismo, una suerte de
desorientación: si los artistas ya no tienen a su cargo tareas
grandiosas y trascendentes, si sus creaciones no sirven a otro
propósito que brindar fama y fortuna a unos pocos elegidos, además de
entretener y complacer personalmente a sus receptores, ¿cómo han de
ser juzgados si no es por el bombo publicitario que acaso reciben en
un momento dado? Tal como sintetizó diestramente Marshall McLuhan
esta situación, "el arte es cualquier cosa que permita a uno salirse
con la suya". O tal como Damien Hirst -actual niño mimado de las más
elegantes galerías londinenses y de quienes pueden darse el lujo de
ser sus clientes- admitió cándidamente al recibir el Premio Turner,
prestigioso galardón británico de arte: "Es asombroso lo mucho que se
puede hacer con un promedio escolar regular en artes, una imaginación
retorcida y una sierra".
Las fuerzas que impulsan la transformación gradual del concepto de
"cultura" en su encarnación moderna líquida son las mismas que
contribuyen a liberar los mercados de sus limitaciones no económicas:
principalmente sociales, políticas y étnicas. La economía de la
modernidad líquida, orientada al consumo, se basa en el excedente y
el rápido envejecimiento de sus ofertas, cuyos poderes de seducción
se marchitan de forma prematura. Puesto que resulta imposible saber
de antemano cuáles de los bienes ofrecidos lograrán tentar a los
consumidores, y así despertar su deseo, sólo se puede separar la
realidad de las ilusiones multiplicando los intentos y cometiendo
errores costosos. El suministro perpetuo de ofertas siempre nuevas es
imperativo para incrementar la renovación de las mercancías,
acortando los intervalos entre la adquisición y el desecho a fin de
reemplazarlas por bienes "nuevos y mejores". Y también es imperativo
para evitar que los reiterados desencantos de bienes específicos
lleven a desencantar por completo esa vida pintada con los colores
del frenesí consumista sobre el lienzo de las redes comerciales.
La cultura se asemeja hoy a una sección más de la gigantesca tienda
de departamentos en que se ha transformado el mundo, con productos
que se ofrecen a personas que han sido convertidas en clientes. Tal
como ocurre en las otras secciones de esta megatienda, los estantes
rebosan de atracciones que cambian a diario, y los mostradores están
festoneados con las últimas promociones, que se esfumarán de forma
tan instantánea como las novedades envejecidas que publicitan. Los
bienes exhibidos en los estantes, así como los anuncios de los
mostradores, están calculados para despertar antojos irreprimibles,
aunque momentáneos por naturaleza (tal como lo enunció George
Steiner, "hechos para el máximo impacto y la obsolescencia
instantánea"). Tanto los mercaderes de los bienes como los autores de
los anuncios combinan el arte de la seducción con el irreprimible
deseo que sienten los potenciales clientes de despertar la admiración
de sus pares y disfrutar de una sensación de superioridad.
Para sintetizar, la cultura de la modernidad líquida ya no tiene un
"populacho" que ilustrar y ennoblecer, sino clientes que seducir. En
contraste con la ilustración y el ennoblecimiento, la seducción no es
una tarea única, que se lleva a cabo de una vez y para siempre, sino
una actividad que se prolonga de forma indefinida. La función de la
cultura no consiste en satisfacer necesidades existentes sino en
crear necesidades nuevas, mientras se mantienen aquellas que ya están
afianzadas o permanentemente insatisfechas. El objetivo principal de
la cultura es evitar el sentimiento de satisfacción en sus ex
súbditos y pupilos, hoy transformados en clientes, y en particular
contrarrestar su perfecta, completa y definitiva gratificación, que
no dejaría espacio para nuevos antojos y necesidades que satisfacer.
Traducción: Lilia Mosconi
La cultura en el mundo de la modernidad líquida
Zygmunt Bauman
Fondo de Cultura Económica.
Fuente: www.lanacion.com.ar
http://www.enfoquesperu.com/index.php/cultura/1573-zygmunt-bauman-
la-cultura-en-la-era-del-consumo
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