Indígenas uitotos conmemoran genocidio de la Casa Arana
Abrir el canasto
Recordando la Casa Arana
Con una valentía ejemplar, los uitoto se atreven (a diferencia de los antropólogos) a enfrentar su propio pasado: en una asamblea de las 22 comunidades que conforman La Chorrera, decidieron que había llegado el momento para conmemorar el etnocidio de la Casa Arana. Todo está listo para el día de la conmemoración, el próximo 12 de octubre. El periodista Mauricio Builes estuvo allí.
Por: Mauricio Builes* La Chorrera.
Publicado el: 2012-09-12
La tercera noche que estuve en La Chorrera, Mauricio Kuiro me dijo que lo acompañara hasta la cima de la montaña más alta, donde está la escultura de la virgen María que nadie visita. Eran las ocho de la noche de un martes y la luna llena iluminaba todo el río Igaraparaná. No había gente. A lo lejos, se escuchaba la única planta eléctrica que en pocas horas dejaría de funcionar. Nos sentamos en una banca de cemento y permanecimos en silencio mientras observábamos la neblina que, a esa hora, cubría como una manta blanca las copas de los árboles. Entonces Mauricio empezó a cantar cosas que yo no entendía. Lo hizo en lengua uitoto, pausado, y marcaba el ritmo golpeando el borde de la banca con las manos. Por momentos, miraba al cielo que no tenía nubes y sacaba sonidos guturales que parecían plegarias. El canto fue largo y cuando paró comenzó a relatarme historias que él se sabe desde niño, historias de sus ancestros caníbales y de los chorros de agua escondidos en esa selva; historias con la coca, el tabaco y la yuca dulce, sus dioses. Pero también, historias oscuras de cómo, hace cien años, los peruanos los cazaban como animales salvajes. Desde mi llegada, Mauricio, un muchacho de dieciséis años y futuro heredero del cacique del pueblo Milán, se había convertido —casi por azar— en mi guía y en la mejor manera de conocer cosas de las que a los uitoto no les gusta hablar.
La palabra amanece
“La palabra amanece” es una frase que me repetía cada uitoto al que le preguntaba por qué solo hasta ahora deciden hablar de lo que les pasó hace cien años. Me la dijo Mauricio pero también Manuel, el viejo cacique de La Chorrera. El etnocidio, me explicaron, es un tema que quedó sepultado desde el mismo momento en el que ocurrió. Fue una decisión consensuada entre los pocos pobladores que quedaron después de que, a principios del siglo pasado—en pleno boom cauchero— los trabajadores de la empresa del peruano Julio César Arana (la Casa Arana), asentados en La Chorrera y sus alrededores, asesinaran a casi la totalidad de la población indígena de esta zona del Amazonas. Y los mataron porque no cumplían con la cuota semanal de goma extraída de los árboles o, simplemente, porque sí. Por mera diversión.
Son historias que a los viejos de hoy les cuesta contar no porque las estén olvidando sino por el dolor que producen. Pero nadie las llora. Cuando me relataron la historia de una maloca a la que le prendieron fuego con más de un centenar de indígenas adentro o la de los calabozos de la Casa Arana donde los metían hasta que se murieran de hambre o cuando Bonifacio, otro anciano, me contó que de niño sus juguetes eran los dientes de sus abuelos chamuscados, no lloró. “Hace un siglo se nos acabaron las lágrimas”, fue la explicación de Bonifacio; y con las lágrimas, los deseos de recordar.
Solo hasta el año pasado, en una asamblea entre las veintidós comunidades que conforman La Chorrera, decidieron que había llegado el momento de hacer memoria. De abrir el canasto que lleva cien años enterrado. Los caciques se han dado cuenta de que el pueblo es cada vez más pequeño, que las tradiciones se están perdiendo, que la cultura occidental les está haciendo olvidar su lengua y mitología ancestral. Y que para evitar la extinción total de la cultura uitoto debían “amanecer la palabra”. Hablar sobre el horror. Pero antes, estaban obligados a prepararse espiritualmente. Su mayor temor, me lo dijo Manuel, es que el alma de los sabios que mataron en esa época se rebele y haga caer maldiciones sobre La Chorrera. Es tan delicado el tema que a nadie le es permitido acercase adonde, se supone, están enterrados los caciques de esa época.
Llevan un año preparándose. Reuniones entre los dirigentes de la Asociación Zonal Indígena de día, y entre los caciques y guías espirituales de noche. Todas las conclusiones que salen del debate diurno se tienen que llevar a la maloca. Las decisiones finales, las más importantes, se toman a las doce de la noche o en las primeras horas de la madrugada. Hasta el más mínimo detalle de lo que se hará el próximo 12 de octubre, día de la conmemoración, ha sido discutido por los viejos.
La justicia se vive
Durante los ocho días que permanecí en La Chorrera (solo viaja un avión semanal), pude entrar tres veces a la Maloca de noche. Me interesaba saber cómo se prepara la conmemoración de un etnocidio cien años después.
A diferencia de lo que ocurre en las asambleas indígenas, en las que hay presencia considerable de mujeres, en las que todos van vestidos de pies a cabeza y se dan, cada cierto tiempo, un descanso para comer o beber; en las malocas la presencia de ellas es escasa, los hombres llegan con el torso desnudo y, aunque cualquiera es libre de retirarse cuando así lo estime, no hay un tiempo para el descanso. Todo gira alrededor del cacique y el mambe, la hoja de coca triturada hasta volverla polvo y que es su signo de respeto y sabiduría.
Salvo los invitados, las personas que entran a la maloca deben caminar hasta donde está sentado el cacique. Entre sus piernas hay una especie de batea con mambe y una cuchara. Lo saludan y se llevan hasta la boca una cucharada colmada con el polvo verde. Lo dejan en la boca, retroceden. Luego, caminan para sentarse en pequeños troncos, formando un círculo alrededor del mambe. En la medida en que este se va mezclando con la saliva, los efectos de la planta cobran efecto: se agudiza la concentración e incrementa la resistencia física. Todos hablan una combinación entre uitoto y castellano y el orden de la palabra lo impone el cacique.
En mi última visita a la maloca, pude entender algo que Mauricio había tratado de explicarme la noche en el alto de la virgen pero que no me había quedado tan claro. La idea con abrir el canasto no es recordar para juzgar o para buscar culpables, sino para ser reconocidos. “El Presidente de Colombia de esa época no sabía quiénes vivían en La Chorrera. Nunca lo supo… y por eso pasó lo que pasó —dijo uno de los mayores—. El Presidente de hoy, tampoco sabe”. Por eso quieren, lo comentaron esa noche, que Juan Manuel Santos esté con ellos el próximo 12 de octubre. Quieren que los visite en La Chorrera, que conozca la Casa Arana —que hoy se mantiene intacta y en el 2008 fue declarado Bien de Interés Cultural—, que entre a una maloca y los escuche contar su historia.
Esa misma noche, un hombre proveniente de la comunidad a dos horas en lancha desde La Chorrera, se levantó para hablar de su papá, del viejo Noé. Es el último de la tribu, dijo. Es la única persona que queda en todo el territorio que habla en lengua Ocaina. Se muere y con él, todas las tradiciones de la comunidad. Explicó, aún con mambe en la boca, que cuando su papá se enteró de que iban a conmemorar el etnocidio, advirtió que él no sería capaz de hablar de calabozos, ni de cepos, ni de fosas comunes. Que lo dejaran tranquilo sin destapar nada. En ese momento, todos permanecieron en silencio esperando que Manuel le contestara. El cacique se mandó una cucharada de mambe y dijo que, así como pasaba con Noé, hay muchos que no pueden o no quieren hablar sobre las muertes y sus muertos. Y que por eso se iban a blindar antes del 12 de octubre. Eso curaría el problema y aliviaría los temores.
A la mañana siguiente, Mauricio me explicó lo que eso significa: “Cantar el duelo”. Una serie de rituales guiados por los viejos para protegerse espiritualmente y que deben ser hechos antes de la conmemoración.
Palabra dulce para los enemigos
“¿Odiamos a los peruanos ”, preguntó en una maloca un cacique de otra comunidad al sur de La Chorrera. Es una pregunta que apenas ahora hacen en público pero que siempre ha estado presente. Saben que la mayoría de sus verdugos eran extranjeros y que en textos como el Libro azul del Putumayo (un informe publicado en 1912 por Roger Casement, diplomático inglés que fue enviado por el parlamento británico para investigar sobre la esclavitud de miles de indígenas por parte de la Casa Arana) o la reciente novela El sueño del Celta de Mario Vargas Llosa, ilustran con detalles ese periodo de caucho y sangre.
Pero eso quedó durante décadas en las bibliotecas o en la ficción de las novelas. Las nuevas generaciones saben poco. Sus papás han procurado no ser precisos cuando cuentan lo que ocurrió. Solo durante el último año comenzaron a escuchar los relatos de los abuelos, aquellos que habían permanecido ocultos por años y a leer libros como La vorágine de José Eustasio Rivera: “Con todo hallaría datos inicuos: peones que entregan kilos de goma a cinco centavos y reciben franelas a cinco pesos; indios que trabajan hace seis años y aparecen debiendo aún el mañoco del primer mes; niños que heredan deudas enormes procedentes del padre que les mataron, de la madre que les forzaron, hasta de las hermanas que les violaron y que no cubrirán en toda su vida, porque cuando conozcan la pubertad, los solos gastos de su niñez les darán medio siglo de esclavitud”.
El informe de Casement es más rico en detalles pero aún conociendo todo ese terror los uitoto han decidido “utilizar la palabra dulce hasta con el enemigo”. Es una máxima de convivencia. Por eso, para el día de la conmemoración, también invitaron a peruanos que han investigado sobre el tema y a descendientes de indígenas que por esa época lograron escapar de La Chorrera. Lo mismo hicieron con indígenas y académicos del Brasil y con los diplomáticos de la Embajada Británica en Colombia porque la empresa cauchera tenía razón social en Londres y parte de los trabajadores eran originarios de la colonia inglesa de Barbados. No quieren acusar, ni reclamar, ni juzgar. Solo quieren que los conozcan.
La Casa Arana
El día antes de mi regreso a la ciudad, Mauricio me llevó a la Casa Arana. Está al otro lado de la ribera del Igaraparaná pero se puede ir caminando. Es la única construcción de ese lado y, aunque solo tiene dos pisos, desde el pueblo se ve tan imponente como la casona de un gran hacendado. Hoy es el colegio.
El primer piso —hecho con piedras amarillentas, grandes y gruesas— aún conserva el diseño original de hace más de un siglo. En las bodegas donde los hacinaban hasta que murieran de hambre, hoy queda la despensa. Y los calabozos fueron convertidos en dormitorios para los estudiantes cuyas comunidades quedan a varios días de camino. El segundo piso tiene casi el mismo diseño del original pero la madera es oscura y las tejas del techo son nuevas. Allí están las oficinas de los profesores y algunos salones de clase. Todo el edificio forma una ele y en sus alrededores hay jardines, palmeras, canchas de fútbol y el pequeño puerto donde encalla la lancha escolar.
Una de las profesoras me contó que no hace mucho, antes de que la declararan Patrimonio Nacional, la empresa Aviatur manifestó su interés de comprar la Casa Arana y hacer un resort para turistas adinerados. Los uitoto dijeron que no. Que ellos no querían correr de mesa en mesa, bajo las sombrillas playeras y con bandeja en mano llevando pedidos de piña colada a gringos y europeos. Ellos, “mambeando durante semanas”, tomaron la decisión de convertir a la Casa Arana en un colegio con pénsum indígena. En palabras de la profesora: “Somos el único colegio que funciona como una maloca”.
Fueron cinco años de discusiones y reuniones entre los caciques para definir las materias de cada uno de los grados. Los profesores, muchos de ellos formados en Leticia, luego fueron entrenados por los mismos líderes espirituales de La Chorrera. Por estos días, incluso, esperan el arribo de un equipo de asesores del Centro de Memoria Histórica. No contentos con tener un colegio de buena calidad, la Asamblea también decidió que se hiciera un Museo de la Memoria dentro de la Casa Arana y un informe detallado de lo que les ha ocurrido durante este siglo. Quieren recolectar, comunidad por comunidad, los objetos que les recuerdan la época del terror. Quieren que los estudiantes sepan bien la historia que casi los extermina.
Cuando le pregunté a Mauricio que si tenía en su casa algo que aportar para el museo, me contestó que no, que a lo mejor su abuelo —el cacique del pueblo Milán— pero que todos estaban ansiosos por ver lo que otros tenían para mostrar. Parece haber llegado la hora de exhibir la Casa Arana. Poco a poco, el pasado se convierte en la muestra de máximo orgullo de su resistencia.
* Periodista. Coordinador de comunicaciones del Centro de Memoria Histórica.
http://www.revistaarcadia.com/impresa/antropologia/articulo/abrir-canasto/29555
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