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Alfanhuì

El gallo de la veleta, recortado en una chapa de hierro que se cantea al viento sin moverse y que tiene un ojo solo que se ve por las dos partes, pero es un sólo ojo, se bajó una noche de la casa y se fué a las piedras a cazar lagartos. Hacía luna, y a picotazos de hierro los mataba. Los colgó al tresbolillo en la blanca pared de levante que no tiene ventanas, prendidos de muchos clavos. (...) Cuando los lagartos estaban frescos todavía, pasaban vergüenza, aunque muertos, porque no se les había aún secado la glandulita que segrega el rubor, que en los lagartos se llama "amarillor", pues tienen una vergüenza amarilla y fría

(…)

Pero el niño era más hermano de los lagartos que del gallo de la veleta, y un día que no hacía viento y el gallo no podía defenderse, subió al tejado y lo arrancó de allí y lo echó a la fragua, y empezó a mover el fuelle. El gallo chirriaba en los tizones como si hiciera viento y se fue poniendo rojo, amarillo, blanco. Cuando notó que empezaba a reblandecerse, se dobló y se abrazó con las fuerzas que le quedaban a un carbón grande, para no perderse del todo. El niño paró el fuelle y echó un cubo de agua sobre el fuego que se apagó resoplando como un gato, y el gallo de veleta quedó asido para siempre al trozo de carbón.

(…)

Desde lo alto de la casa había aprendido el gallo que el rojo de los ponientes era una sangre que se derramaba a esa hora por el horizonte, para madurar la fruta.

(...)

Un día, que al gallo le pareció bueno, coció el niño las sabanas de su cama  y tres ollas de cobre y se escapo con el gallo al horizonte de aquella ventana. Llegaron a una meseta rasa, en cuyo borde estaba el horizonte que se veía lejísimos desde la casa, y esperaron a que bajara el sol y derramara la sangre.

Poco a poco vieron venir una nube rosa; luego una niebla rojiza les envolvía y tenía un olor acido, como a yodo y limones. (...) Entonces la niebla empezó a soltar una humedad y una lluvia finísima, pulverizada y ligera, de sangre que lo empapaba y lo enrojecía todo.  El niño cogiò las sabanas y se puso a sacudirlas en el aire hasta que se volvían del todo rojas. Luego las estrujaba en las ollas de cobre.

(...)

Las tres ollas estaban llenas de una sangre densísima, roja, casi negra. Hervía despacio en grandes, lentas burbujas que explotaban sin ruido como besos de boca redonda.

(…)

El niño dijo que quería ser disecador y tuvieron que mandarlo de aprendiz  con un maestro taxidermista.

(...)

-¿Tù? Tù tienes ojos amarillos como los alcaravanes; te llamarè Alfanhuì porque este es el nombre con que los alcaravanes se gritan los unos a los otros.

Rafael Sànchez Ferlosio.

 

 

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