Jacob lucha contra el àngel
La sed bajo la espada.
Es hora- ¡al fin!- de agredir tu sonrisa,
de romper, en tu vuelo,
un sosiego y un orden que lastiman el mundo.
A tus alas pongo el racimo, la làgrima y el hueso.
A tu candor, el espesor de un deseo.
A ti, levitado,
un vientre con la carga de un hijo
y dos bocas urdiendo su contacto en un beso.
A tu tiempo sin birdes, la muerte
-la mìa, la de todos-
A tu ser transparente
la certeza y el bulto de todo lo que existe.
Esto es sudor y vida que discurre,
es duraciòn con fechas,
con mìmite,
con su exacta memoria para cada suspiro.
Es el tù, el otro, el martes a las cinco,
la niña casadera desvistiendo un retrato.
Es mi sueño en el agua y el agua que nos sueña.
Es tu hiriente derrota confirmada en nosotros.
Es tu pulso sin nadie, tu cuerpo sin sonido,
puesto a beber la brisa sin saber de la sangre.
A la incorporeidad del àngel, Rojas Herazo impone la tangibilidad- casi que escatòlogica- del hombre.
¡Oh mugre, narices en lo negro,
oh vientre y ojos en la baba,
oh gusanos que buscàis
el podrido sendero para subir a nuestro labio!
Testificad nuestra batalla,
hablad aquì de lo mudable,
de la alegrìa cortada de raìz,
del suplicio de habitar unos ojos
mientras gira la tierra y el aire se levanta
y el amor nos habita sin saber nuestro nombre.
Venid, obscuros, lìquenes olvidados,
las falanges del òxido,
los mìos, los de atràs,
los que hicieron al hombre, los que afianzaron el corcel en el casco
y la casa en la piedra,
los que sostuvieron en vilo la humedad de la noche
y confundieron, en el alba,
el rocìo con el ojo, la yerba con la sangre,
el aire con el cuerpo y el lodo con la rosa.
Os llamo, os invoco,
a vosotros recurro en la hora de mi nariz prisionera del sexo.
A vosotros, la màs ardiente y rescatada anterioridad,
recurro con mi duelo.
A vosotros en la convicciòn de la espada y el vino.
A vosotros que ahora flotàis en el polen
a vosotros en el tenblor que lastima el muñòn de mis alas.
No ser àngel nunca màs, pero permanecer en el dolor de la perdida. Ese muñòn de alas cercenadas que recuerda que alguna vez tuvimos alas.
Pero el cuerpo nos coloca en la doble condiciòn de habitantes del espacio, pero tambièn del tiempo, insoslayable:
(...)
¡Oh eternidad, oh lujo desdichado!
tu esplendor es apenas la fatiga del àngel.
Màs acà te negamos,
màs acà , entre nosotros,
en la brasa que muerde tus fronteras azules.
Aquì termina el àngel y comienzan los huesos.
Somos el duro reino que te opone la muerte.
Pero a vece parece que se cansara de ser cuerpo -podredumbre, consumiciòn- y exclama:
Apuntes en la libreta de Medusa
(...)
Toda presencia deja una grasa eterna sobre nosotros.
Es mugre.
Toda presencia es odio.
Hèctor Rojas Herazo.
Agresiòn de las formas contra el àngel.
Es hora- ¡al fin!- de agredir tu sonrisa,
de romper, en tu vuelo,
un sosiego y un orden que lastiman el mundo.
A tus alas pongo el racimo, la làgrima y el hueso.
A tu candor, el espesor de un deseo.
A ti, levitado,
un vientre con la carga de un hijo
y dos bocas urdiendo su contacto en un beso.
A tu tiempo sin birdes, la muerte
-la mìa, la de todos-
A tu ser transparente
la certeza y el bulto de todo lo que existe.
Esto es sudor y vida que discurre,
es duraciòn con fechas,
con mìmite,
con su exacta memoria para cada suspiro.
Es el tù, el otro, el martes a las cinco,
la niña casadera desvistiendo un retrato.
Es mi sueño en el agua y el agua que nos sueña.
Es tu hiriente derrota confirmada en nosotros.
Es tu pulso sin nadie, tu cuerpo sin sonido,
puesto a beber la brisa sin saber de la sangre.
A la incorporeidad del àngel, Rojas Herazo impone la tangibilidad- casi que escatòlogica- del hombre.
¡Oh mugre, narices en lo negro,
oh vientre y ojos en la baba,
oh gusanos que buscàis
el podrido sendero para subir a nuestro labio!
Testificad nuestra batalla,
hablad aquì de lo mudable,
de la alegrìa cortada de raìz,
del suplicio de habitar unos ojos
mientras gira la tierra y el aire se levanta
y el amor nos habita sin saber nuestro nombre.
Venid, obscuros, lìquenes olvidados,
las falanges del òxido,
los mìos, los de atràs,
los que hicieron al hombre, los que afianzaron el corcel en el casco
y la casa en la piedra,
los que sostuvieron en vilo la humedad de la noche
y confundieron, en el alba,
el rocìo con el ojo, la yerba con la sangre,
el aire con el cuerpo y el lodo con la rosa.
Os llamo, os invoco,
a vosotros recurro en la hora de mi nariz prisionera del sexo.
A vosotros, la màs ardiente y rescatada anterioridad,
recurro con mi duelo.
A vosotros en la convicciòn de la espada y el vino.
A vosotros que ahora flotàis en el polen
a vosotros en el tenblor que lastima el muñòn de mis alas.
No ser àngel nunca màs, pero permanecer en el dolor de la perdida. Ese muñòn de alas cercenadas que recuerda que alguna vez tuvimos alas.
Pero el cuerpo nos coloca en la doble condiciòn de habitantes del espacio, pero tambièn del tiempo, insoslayable:
(...)
¡Oh eternidad, oh lujo desdichado!
tu esplendor es apenas la fatiga del àngel.
Màs acà te negamos,
màs acà , entre nosotros,
en la brasa que muerde tus fronteras azules.
Aquì termina el àngel y comienzan los huesos.
Somos el duro reino que te opone la muerte.
Pero a vece parece que se cansara de ser cuerpo -podredumbre, consumiciòn- y exclama:
Apuntes en la libreta de Medusa
(...)
Toda presencia deja una grasa eterna sobre nosotros.
Es mugre.
Toda presencia es odio.
Hèctor Rojas Herazo.
Agresiòn de las formas contra el àngel.
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