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Bestiario

El rinoceronte: El gran rinoceronte se detiene. Alza la cabeza. Recula un poco. Gira en redondo y dispara su pieza de artilleria. Embiste como un ariete, con un solo cuerno de toro blindado, embravecido y cegato, en arranque total de filosofia positivista.

Nunca da en el blanco, pero queda siempre satisfecho de su fuerza.

El sapo: Salta de vez en cuando, sólo para comprobar su radical estático. El salto tiene algo de latido: viéndolo bien, el sapo es todo corazón.

(…)

En su actitud de esfinge hay una secreta proposición de canje, y la fealdad del sapo aparece ante nosotros con una abrumadora cualidad de espejo.

El avestruz: Más que pollo, polluelo gigantesco entre pañales. El mejor ejemplo sin duda para la falda más corta y el escote más bajo. Aunque siempre está a medio vestir, el avestruz prodiga sus harapos a toda gala superflua, y ha pasado de moda solo en apariencia. Si sus plumas “ya no se llevan” las damas elegantes visten de buena gana su inopia con virtudes y perifollos de avestruz: el ave que se engalana pero que siempre deja la íntima fealdad al descubierto. Llegado el caso, si no esconden la cabeza, cierran por lo menos los ojos “a lo que venga”. Con sin igual desparpajo lucen su liviandad de criterio y engullen cuanto se les ofrece ala vista, entregando el consumo al azar de una buena conciencia digestiva.

 

J. J. Arreola.

Bestiario

Editorial Joaquín Mortiz S.A., México, 1972.

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