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Los partidos políticos se agrietan

Esto no es democracia, es venderse al mejor postor.

 

 

 

NACIÓN | 2015/07/18 22:00

Los partidos políticos se agrietan



La feria de los avales y el poder de las maquinarias locales están acabando con el prestigio de los partidos.


Si algo ha caracterizado la actual campaña electoral es la feria de los avales. Esta es la credencial que los partidos le dan a un candidato para que los represente en las urnas. La idea original era que se trataba de un mecanismo que fortalecería los partidos y evitaría la atomización de la política. Sin embargo, ha sucedido todo lo contrario. Los avales están acabando con el prestigio de los partidos. Como la decisión de a quién se le dan es arbitraria, los rechazados con frecuencia simplemente buscan el aval en otra parte. Eso ha hecho que en Colombia no solo los partidos escogen candidatos, sino también que los candidatos con votos escogen partidos.

Esta semana arranca en serio la campaña para las elecciones de octubre. El sábado 25 es el último plazo para inscribir candidatos a gobernaciones, alcaldías, concejos, asambleas y JAL. Por eso es ahora cuando se están tomando las grandes decisiones. Aunque hace rato está que arde el debate sobre la manera como los partidos otorgarán los avales, las definiciones se dilatan hasta el último minuto. A solo días del cierre, todavía hay aspirantes que se pasean por los directorios de los partidos para ver cuál de ellos les dará el famoso respaldo.

Lamentablemente, la competencia electoral se ha centrado en las pujas por los avales. Este es un procedimiento tan poco transparente que dos directores de partidos han preferido renunciar a ser asociados con los resultados de esa práctica. Carlos Fernando Galán renunció a la jefatura de Cambio Radical y Viviane Morales salió de la codirección del Partido Liberal.

A todas las colectividades les ha tocado su dosis. No hay jefe partidista que haya dormido tranquilo en las últimas semanas. Las pesadillas de Roy Barreras tienen que ver con Dilian Francisca Toro, aspirante a la Gobernación del Valle y una reconocida política que tiene una investigación pendiente en la Corte Suprema. Las de Rodrigo Lara, de Cambio Radical, con la candidatura de Oneida Pinto a la Gobernación de La Guajira, por su cercanía con el destituido exmandatario Kiko Gómez. También con la de Jorge Rey en Cundinamarca por supuestos nexos con el Cartel de la Contratación. A Horacio Serpa, del Partido Liberal, se le ha visto contra las cuerdas por defender a Luis Pérez en Antioquia y a Didier Tavera en Santander, que en anteriores citas electorales habían sido rechazados por los rojos. Al expresidente Álvaro Uribe se le han detectado gestos ambiguos frente a la aspiración de Liliana Rendón. A última hora el pasado viernes le quitó el aval. Por el lado conservador, David Barguil ha tenido que responder por la nominación de Arnulfo Gasca a la Gobernación de Caquetá, quien aparece en un video con armas, y de Víctor Ernesto Polanía a la Alcaldía de Neiva, un hombre que fue condenado a seis años de prisión en 2012 por enriquecimiento ilícito. Y así.

Estos son los nombres más mencionados, pero no son los únicos. Según un informe de la Fundación Paz y Reconciliación, en todos los partidos hay candidatos en problemas: 22 liberales, 19 de La U, 18 conservadores, 12 de Cambio Radical, diez de Opción Ciudadana, diez del Centro Democrático y cuatro de la Alianza Verde. Eso sin contar a otros que no tienen partido o se presentarán con el respaldo de firmas, que alcanzan a 44. El impacto es enorme: en 19 departamentos hay riesgo electoral y 140 candidatos están criminalizados, un 78 por ciento de ellos con alta probabilidad de ser elegidos. Hace cuatro años, en un estudio semejante, la cifra del total era de 121: el problema ha crecido.

La figura de los avales se ha convertido, definitivamente, en el gran coco de la política. Lo que en otras democracias se define por consultas internas o convenciones entre militantes, en Colombia lo decide el dedo de las directivas. Y eso ha generado un imperio del pragmatismo. Quien quiere ser elegido acepta cualquier programa o color político con tal de conseguir el aval. Y en los partidos, como la prioridad es ganar, el aval se le da a quien más posibilidades tiene, independientemente de su historial.

El mayor símbolo de cómo se ha desfigurado la concepción de los avales lo encarnó el exvicepresidente Angelino Garzón: al principio ni siquiera sabía si se presentaría a la Alcaldía de Bogotá o a la de Cali. Como había sido elegido vicepresidente por La U trató de salirse de ese partido, donde no lo querían, para entrar en el uribismo. Como esto no fue posible ya que incurriría en doble militancia, decidió entonces lanzarse por firmas. Sin embargo, como las encuestas demostraban que era el mejor opcionado para ganar la Alcaldía de Cali, La U, que lo había rechazado por su independencia frente al gobierno de Santos, decidió volver a abrazarlo.

Por su figuración y trayectoria, Garzón ha dado mucho que hablar, pero el fenómeno se multiplica en todos los departamentos. Los candidatos necesitan aval y los partidos necesitan votos. Más aún en un momento de polarización tan profundo como el actual. La elección de octubre será una especie de tercera vuelta entre el santismo y el uribismo y, en la obsesión por ganar, la prioridad está en sumar a quienes tienen votos y no a quienes están comprometidos con una ideología.

Esa versión desvalorizada de la realpolitik no es el único fenómeno corrosivo en la actual campaña. Muchos de los candidatos están empapelados en el sistema judicial, otros son familiares que representan en cuerpo ajeno a dueños de poderosas maquinarias que están inhabilitados por decisiones judiciales, y otros más son simples herederos y miembros de roscas de las organizaciones locales. Para no hablar de la famosa trashumancia o traslado de votos: ciudadanos obligados a inscribirse en circunscripciones determinadas para que depositen su voto por un candidato que los amarra. Hay municipios en los que, desde la última votación, se duplicó el número de inscritos.

Estos problemas no son nuevos y hasta se podría decir que hay diagnósticos exagerados. Que un candidato sea objeto de una denuncia no implica una inhabilidad legal. Puede haber aspirantes empapelados que son inocentes pero no han podido lograr que así lo reconozca un sistema de justicia paquidérmico e ineficaz.

Y se ha llegado tan lejos en la politización de la justicia y en la judicialización de la política, que también se cometen excesos. Es más fácil poner una denuncia contra un competidor que vencerlo en un debate ideológico. Desde ya se puede pronosticar que, a partir de la próxima semana, brotará la cosecha de demandas y denuncias por todo concepto contra los candidatos inscritos. Lamentablemente, la justicia no tendrá cómo responder con agilidad y credibilidad, y la mayoría de los pleitos quedarán pospuestos para después de las elecciones. Habrá gobernadores y alcaldes que probablemente no terminarán sus mandatos. De los mandatarios elegidos hace cuatro años seis dejaron el cargo.

No es que no se haya hecho nada frente al oscuro panorama. El ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, dice que la ventanilla única que funciona en su despacho ha servido para que los partidos cuenten con mejor información a la hora de entregar avales. La dependencia les reporta, a las directivas que lo soliciten, si existen investigaciones judiciales o condenas en la Fiscalía, Procuraduría y demás organismos de control o justicia, contra quienes aspiran a ser postulados. Ya se han tramitado cerca de 260.000 solicitudes, según Cristo.

Tampoco se puede negar que el panorama de orden público en esta campaña es mejor que el que reinaba en anteriores elecciones regionales. La parapolítica se desactivó después de la desmovilización de las AUC y de la extradición de los jefes paramilitares a Estados Unidos. Y todo indica que con la guerrilla de las Farc habrá cese del fuego durante los meses del debate. Falta ver qué capacidad y motivación tendrán las bacrim para constreñir a los votantes en sus áreas de influencia, pero en ningún caso será un fenómeno comparable al desafío que en el pasado impusieron los paras y las guerrillas.

Lo que hay en el fondo es una crisis de los partidos cuyos efectos se sienten más en unas elecciones locales. Hay un divorcio entre la provincia y los centros de opinión. Las polémicas por los avales, por ejemplo, se quedan en estos últimos y no bajan al terreno nacional. En la gran mayoría de los centros de votación del país domina, a la hora de votar, la acción de las maquinarias locales.

Son muy poderosas. A pesar del desmonte de las AUC, los caciques locales no se han debilitado y la situación no es tan distinta a la de 2007, en pleno auge de la parapolítica. En ese entonces las maquinarias electorales se aliaron con la ilegalidad armada. Esta última no existe en la forma y dimensión de entonces pero las organizaciones locales se han fortalecido en regiones como la costa Atlántica o han tenido procesos de recambio.

El poder electoral en Colombia no lo tienen los directores de los partidos sino los jefes locales. “Una vez elegidos, los alcaldes y gobernadores no le pasan al teléfono a nadie”, dice un conocedor de la mecánica política. Las grandes decisiones son fruto de negociaciones entre los senadores y los líderes regionales. Por eso se eligen personas cuyos nombres ni siquiera se conocen en las capitales ni en los grandes medios de comunicación. Y por eso, también, los escándalos mediáticos no afectan las elecciones de las regiones.

Los partidos se han convertido en federaciones de maquinarias locales. No es una coincidencia que, en el actual proceso electoral, la mayor parte de las consultas internas que organizó la Registraduría –a petición de los partidos-, para que los votantes eligieran candidatos, no tuvieron visibilidad nacional. El mayor número de las consultas se hizo para definir aspirantes a Juntas Administradoras Locales, JAL. La pérdida del control por parte de los partidos es tal, que están proliferando candidaturas por fuera de sus estructuras: hay 810 comités de ciudadanos que recogieron firmas para inscribir aspirantes ‘sin partido’.

Con una estructura de poder tan erosionada difícilmente podría haber coherencia partidista. Aliados en un departamento pueden estar enfrentados en otro. Si a los candidatos se les aplicara un examen de su afinidad con las colectividades que los avalan, la mayoría se rajarían. ¿Cuánto tiempo de militancia llevan en su partido? ¿Han formado parte de los directorios y órganos de gobierno interno? ¿Han pasado por procesos de formación política partidista? En un sistema de partidos serios la respuesta a estas preguntas sería afirmativa. En la Colombia de hoy son una excentricidad.

¿Hay tiempo, todavía, para que los partidos encuentren un rumbo? La dinámica de la campaña no parece ir en esa dirección. Los partidos saben que el poder local es tan determinante, que desde ahora empiezan a jugar sus cartas con miras a las presidenciales de 2018. Quienes logren mejores posiciones estarán en condiciones más sólidas para la próxima batalla por la Casa de Nariño. Por eso, la solicitud que les hizo el presidente Juan Manuel Santos a los miembros de la Unidad Nacional para que buscaran candidatos únicos no se está obedeciendo. Entre ellos –La U, Partido Liberal, Cambio Radical– hay pugnas más duras que las que, en muchos casos, hay con los partidos de oposición. Las peleas internas pesan más que las externas: el controvertido aval de Horacio Serpa a Didier Tavera se explica en que la batalla de fondo en Santander es entre la casa serpista y la del gobernador Aguilar.

De hecho, ya se empieza a ver que el Centro Democrático se podría subir en el vagón de candidatos victoriosos de la Unidad Nacional, o de alguno de los partidos que la conforman. En Cesar, Uribe apoyará a Arturo Calderón, liberal; en Cali, a Angelino Garzón, de La U; en Barranquilla, a Alex Char, de Cambio Radical. Y habrá más: las elecciones locales son un terreno adverso para el uribismo, porque no tiene estructura regional.

El régimen legal de los partidos en Colombia se ha modificado varias veces en los últimos años. El legislador ha castigado la doble militancia y el transfuguismo. Ha prohibido los partidos de garaje. Y ha incentivado la consolidación de partidos fuertes. Las elecciones de octubre servirán para saber si el cambio de normas era el antídoto efectivo para las enfermedades acumuladas durante muchos años. En el punto de arranque de la campaña, todo parece indicar que no lo fue.



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