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El cinéfilo ignorante

01/07/2013 

El cinéfilo ignorante Gustavo García 

Paradojas de la hipermodernidad, como describió Giles Lipovetsky a la actualidad: el cinéfilo, ese elemental enamorado del cine que alimentaba con libros, revistas, música referencial el entusiasmo que le despertaban no sólo sus películas favoritas, que podían variar sobre la lista oficial de Obras Maestras, sino hasta sus “placeres culpables”, pero sólo después de haberse enfrentado lo mismo a lo Bueno que a lo Malo y a lo Feo, enfrenta una crisis de formación, deformación y disolución con la explosión cinematográfica actual. Hasta hace apenas unos 15 años, los cinéfilos eran legiones que lo mismo se encontraban en el megaestreno veraniego que en las soledades de la película iraní colada milagrosamente en la cartelera, reforzaba sus entusiasmos con algún hallazgo en la televisión y, en un éxtasis íntimo, armaba su filmoteca particular con algunos DVD (la respuesta de Dios a los cinéfilos); solía dedicarse a los varios oficios del cine, de la dirección y la producción a la academia y la crítica, o no, tener su cinefilia como una diletancia, una luz interior. Y cuando se reunían los cinéfilos, eran encuentros de referencias, citas, títulos comunes en una lengua franca que iba por encima de clases y nacionalidades. Eso se acabó. 


Hace unos 15 años se venía gestando el fin de una era del consumo y el gusto fílmicos: los festivales, los DVD, los canales de cable dedicados exclusivamente a presentar películas, y luego la internet, abrieron la caja de Pandora de la sobreinformación. Antes convivían en armonía el cinéfilo básico que buscaba cubrir la lista de John Kobal de Las 100 mejores películas con el erudito que abarcaba el cine mainstream junto con los marginales disponibles y el freak obsesionado con el cine de desecho, en espera de que se volviera “cine de culto”. De repente, esos marginales hicieron explosión y se borraron los contornos; de repente, circulaban cineastas filipinos, tailandeses, húngaros rabiosos, norteamericanos más allá del off off off; es la ola donde se incorporaron los mexicanos reflexivos y trascendentes que tanto furor provocan en los festivales europeos. Y si se cae en la tentación, hay el riesgo de no volver al camino viejo: quien se abisma en el universo del nuevo documental norteamericano, los surrealistas checos, los gore-splater serbios, el terror latinoamericano, los poéticos de Kazajistán, tienen para un buen rato de producciones que se renuevan y ramifican, pero que les alejan de la vieja comunidad cinéfila y les llevan a grupos cerrados que, sin embargo, las redes sociales amplían y universalizan. Adiós a la tertulia de café o en torno a unos vinos entre periodistas, un cineasta y profesionistas varios durante horas; bienvenidos al chat con “likes” y vínculos a escenas específicas en YouTube. 
Hay dos categorías en la nueva cine-filia: la de los tradicionales, los formados en los clásicos convencionales y en la curiosidad planetaria que empezó con las Nuevas Olas de los sesenta, pero a quienes la curiosidad llevó a ese nuevo océano informativo y se dejó devorar con entusiasmo y sin nostalgia. Suele proclamar la buena nueva de sus descubrimientos de cine saudí o montenegrino como si su presencia excepcional bastara para desplazar a todo el cine previo; la otra categoría es la de los de verdad nuevos, los que nacieron al cine por recomendación de Facebook, nutren su marco teórico en portales especializados en subgéneros específicos y de los cineastas y las películas más insólitos derivan exégesis intensas; no existe otro cine que ése y no necesitan más: les llegarán más ejemplos de todo el mundo sin necesidad de ver hacia atrás: ¿qué necesidad tiene de asomarse a John Ford, Fernando de Fuentes, David Lean o Jean Renoir? El cine del pasado sólo existirá si el cineasta lo menciona y así buscarán El gabinete del doctor Caligary (que no el resto del expresionismo) o a Hitchcock incompleto. 
El nuevo mundo cinéfilo es un archipiélago de soledades y tiene que ver con cómo el cine está revisándose a sí mismo; las nuevas generaciones consumen con mayor comodidad un cine minúsculo, en presupuesto o en ambiciones, pensado para no perder mucho en su paso a las pantallas de las laptops o incluso los iPhone; impensable que soporten la solemne majestuosidad visual de Lawrence de Arabia, Cleopatra o Ben-Hur, pero tampoco las sutilezas éticas de un Eric Rohmer, un Alain Resnais o un Pasolini. No los repelen, pero tampoco los buscan ni los sienten necesarios; les bastan los nuevos universos cinematográficos, que escapan a la Historia o crean la suya propia, a veces efímera, mutante. Un síntoma fue la serie de televisión del historiador Mark Cousins La historia del cine: una odisea (2011) que sembró la natural confusión en los espectadores ante la apabullante cantidad de referencias duras, comparación de escenas de cineastas diversos y una visión desesperadamente globalizadora para hacer una crónica personal y llena de afirmaciones sin sustento: así, una película de Ozu era la mejor jamás filmada (para estar en la moda del cine trascendente), un actor hindú era el más famoso del mundo (o sea, en la India) y el reflejo en la huella de un vaso en Larga es la noche (1948, Carol Reed) extendía su influencia hasta Godard (quien nunca mostró el menor afecto por el cineasta británico), pero en el camino se veían espléndidas imágenes de cintas chinas de la era de Mao o brasileñas de los años treinta que habían escapado a los historiadores. Su voluntad antiHollywood, como si el cine norteamericano hubiera pervertido toda la lectura del cine, coincide espiritualmente con la nueva cinefilia: no importa compartir los gustos cinematográficos, sino demostrar que al otro le falta ver las películas, las que cambian el panorama por completo. No faltará quien lo crea y se aterre, y otro que simplemente vuelva a ver a Rita Hayworth en Gilda y deje de sufrir. n 


Gustavo García. Investigador y crítico de cine. Es académico de la UAM-Xochimilco y autor de Al son de la marimba. Chiapas en el cine.

 

 

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