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Degustar la bazofia

Notas para cinéfagos despreocupados


Theodor Adorno criticando el cine nos dice que sólo son adecuadas las películas que accionan nuestra capacidad crítica, todo los demás es evasión estéril, es estrategia que busca mantener en el limbo del anonadamiento al potencial emancipador que guarda todo cerebro sano. Bertolt Brecht comparsa teórico de Adorno, por su lado insiste en la necesidad de activar la crítica del auditorio, manteniendo a raya los lloriqueos y el sentimentalismo, que con sus nudos en la garganta y sus párpados temblorosos, no dejan concentrar el intelecto en el esfuerzo por cuestionar el orden de cosas.


            Para Brecht, aquella catarsis de la que habla Aristóteles en su Poética, cuya función homeopática, lleva al espectador a que desahogue sus emociones agolpadas, no hace más que distraer el buen funcionamiento crítico, que abochornado por las pasiones desbocadas, no tiene tiempo de pensar sobre la injusticia y las contradicciones sociales, vía de acceso a la transformación política y al cuestionamiento de los poderes sedimentados.
            No siempre somos tan críticos ni hace falta, pensar que constantemente tenemos que permanecer en guardia intelectual, nos dejaría exhaustos. No convirtamos en un pecado secular a los escapismos improductivos y autocomplacientes. Conmoverse de vez en cuando ante un cliché romántico, a veces lo único que muestra es que estamos al tono con la sensibilidad general, que no implica que no podamos tomar distancia y opinar con cierta ecuanimidad razonable. Después de todo, siempre somos logopáticos, es decir, nos acercamos con mente y vísceras a flor de piel a todo lo que se nos ponga enfrente. A estas alturas pretender ser una especie de robot lógico es una impostura, y en todo caso aparenta ser más una patología que a una cualidad.

(...)


Una película de argumentos sutiles, con significados polisémicos, visualmente poética, argumentalmente redonda y con desenlace causal y significativo, es un regalo para gourmets, siempre es de apreciar y agradecer. Pero no siempre el inventario cuenta con obras de arte. Que haya calidades de diverso calibre, no es tanto producto de la degradación cultural, como efecto de la multiplicación y la cantidad, que algo tienen que ver pero no es una equivalencia simple. Tenemos que ser muy aristócratas intelectuales, para no aceptar que las expresiones culturales, propias de una democracia abierta, vienen en todos los sabores y colores. La democracia es inclusiva, exuberante, agridulce, ambigua, culturalmente desfondada, llena de aporías e infortunios, es decir, es el caldo de cultivo adecuado para las aventuras y desventuras del arte y el pensamiento. Sólo un conservadurismo exacerbado pretendería perfección únicamente en la cultura refinada. 
 
Tal vez degustar bazofia destruya el paladar, pero en cinematografía generalmente vale la pena zambullirse sin recato ni prudencia en lo que la cartelera nos pone enfrente. Lo peor que puede pasar es que nos pongamos de pie indignados o nos aburramos a muerte. A veces en las escenas más insoportablemente kitsch, encontramos joyas significativas, dignas de una reflexión sesuda. La industria del entretenimiento es por definición oropelesca, es efectista y busca alucinarnos; su intención calculada es seducirnos con la evasión y sacarnos del mundo lo más pronto posible. La curiosidad intelectual entusiasta, no verá en ello más que exuberancia, sólo tal vez, diversas cualidades, estilos multiformes, capacidades movibles, formatos no tan decorosos. 

Mauricio Ramos.

Revista Espiral.

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