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Mi pequeño credo

Mi pequeño credo (frag)

El escritor, al unísono, actúa bajo dos impresiones: la humildad y el orgullo. Humildad, porque su contribución siempre será limitada y precaria, rezagada. Orgullo, porque sabe, en una forma trascendente por lo inexorable, que está contribuyendo a forjar su idioma, incidiendo en su destino final. De allí el compromiso con su palabra. Tiene un hondo deber, un patético deber. Cada vocablo tiene vida propia, cada cláusula está cargada de una energía que puede fecundar o destruir. Es, pues, responsable como ningún otro artesano de su tarea. Tiene que ejecutarla en un tiempo preciso —el tiempo de su vida expresiva, que es un tiempo limitado y gimnástico, generacionalmente acotable— y hacerla con los instrumentos más codiciosos. En cada afirmación o negación, en la más simple partícula descriptiva, en el verbo o el adjetivo aparentemente más inocuos, está ganando o perdiendo su alma. Y, a lo mejor, contribuyendo a que la pierda o la gane quien lo escucha. De allí su desazón por la justicia nominativa. Débe ser justo. Justo con su obra y justo con quien le ha otorgado su libertad de leerlo.

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Estar a solas con su lector, he ahí la máxima aspiración del verdadero escritor. Despojado. Sin trucos ni recursos apelativos. Solos de verdad. Dialogando, diciéndose cosas mutuamente, en la tierra de la palabra. Si eso no se logra, el tiempo de la aproximación —el único, el inapelable tiempo de la consolación, el intercambio y la íntima compañía— ha sido perdido para siempre. Todo el ímpetu, toda la sabiduría, toda la astucia (la buida y entrañable astucia del buen escritor) deben encaminarse a la transfriguración de su lector. Que éste vaya a su libro con un alma y regrese con otra. Escribir es lo contrario de la paz. Es la guerra por excelencia. La guerrilla, mejor dicho. Hecha de paciencia y velocidad, de sorpresa y rigor, de tensos rodeos y de bruscos y felinos zarpazos. Y hay que poseer la ciencia y el coraje de la minación. Se harán estallar las zonas minadas en su justo momento, sin contemplaciones. De lo contrario, el lector quedará intacto. No se podrá romper ni ablandar. Será tierra infecunda o tierra de zarzas. No dará frutos.

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¿A qué tanto afán por aclarar las influencias? Cuando lle¬guen, bienvenidas. Mientras más hondas y perdurables, mejor para quien influye y es influido. Indica que se ha cumplido el proceso natural de toda fecundación. Implica, así mismo, que el caudal de un escritor (en este caso el que influye) ha encontrado nuevo cauce, que seguirá fecundando nuevas comarcas. Aceptar una influencia, sobre todo si es una gran influencia, es aceptar la tradición. Sólo quien ha sido influido muy a fondo (por uno o por muchos escritores parientes) puede ser un creador. Los otros, los que se dejan influir a medias, serán los escritores mediocres. El verdadero escritor no batalla con sus elecciones esenciales.

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  El escritor no debe retroceder ante nada, absolutamente ante nada, si realmente desea llegar a un sitio larga y tenazmente elegido. Está en plan de conquista y todos los medios le son permitidos. Después vendrá la pacificación y la teoría. Todo César encuentra sus jurisperitos. Aquí es forzoso recordar que si un escritor es verdaderamente grande (me refiero a una grande alma alservicio de las palabras y las ideas, al servicio del hombre) sus instrumentos y sus resultados serán grandes.

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Para un verdadero escritor, lo más difícil es escribir. También lo más gozoso. En ningún caso se habla de "inspiración" o de mera facilidad. Se habla de esperanza en la desolación de rigor secreto, de ponderada alegría. Terror a esas cláusulas trotonas. Hay que tascarlas para que no se desmanden, para que no rieguen la carga en el camino.

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El escritor no debe alardear. Se es culto y punto. Se es inculto y no hay nada que hacer. Ningún disfraz es valioso. Ni la ignorancia ni la cultura pueden mimetizarse. Emergen solas, cuando menos se las espera; son auto-suficientes. Cuando sabes algo de verdad, lo reflejas aunque lo calles.

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Manejar los silencios. Mientras más silencios se conjuguen en una prosa, será más acerada y se cargará de más contenido. La sobriedad (la medida, el despojo y el ritmo) es silencio que conoce su fuerza. Por eso es un arma infalible. 


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 No rechazar la alegría. Ni aún en los instantes de mayor patetismo. La alegría es la salud de la prosa. Le da su frescura y color sanguíneos. Permite al acierto y la risa. Nos obliga a la llaneza coloquial, nos desinfla y aquieta. Nos otorga, en suma, la buena impureza, la que está contaminada del hombre y la tierra. Estar vivos es el acto de alegría por excelencia. Estemos vivos paratener derecho a seguir hablando con el hombre después de muertos.

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Hay que luchar contra los dones. Son nuestros únicos y verdaderos enemigos. Lo que no poseemos, no batalla contra nosotros. Lo que creemos poseer (los dones, siempre traidores) tampoco es nuestro pero nos engaña con más efecto.***Mis defectos centrales: ignorancia, apresuramiento convocativo, impaciencia para dejar que la materia se enfríe. Los conozco, los respeto y los mido. Toda mi tarea es mantenerlos a raya. Terminarán venciendo, lógicamente. Mientras llega ese día, toda cautela será escasa. Pies de plomo, mucho olfateo, estar atento al más pequeño movimiento (Puede ser el decisivo) en la línea de fuego. La ignorancia es atrevida, el apresuramiento es embriagador, la elocuencia tiene borradores sombríos. Ya lo dijo un filósofo chino (a poco andar, descubrimos que todo lo que hay que0 decir ya lo han dicho los filósofos o los verduleros chinos): "Los frutosmás dulces los da la paciencia".

 

Héctor Rojas Herazo.

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