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Ciberpunk

Hernán dice: A propóstio de Matrix Reloaded: Breve introducción a la novela ciberpunk

El ciberpunk logró lo que parecía imposible: que la ciencia ficción se vuelva cool. Mientras que la portación de libros como Tropas del espacio (Robert Heinlein, 1959) era, para ciertos observadores, un signo inequívoco de falta de sexo o de temprana detención del desarrollo intelectual, un ejemplar de, por ejemplo, Neuromante (William Gibson,1984) no proyecta los mismos estigmas. Hasta un prohombre de la elegancia como Bryan Ferry no tiene reparos en involucrarse, en su último disco, con un género que trata de, ug, hackers y computadoras y canta versos de clara inspiración gibsoniana como “Me despierto en Chiang Mai / creo que debo conectarme / escucho llorar a las nenas salvajes / oh viento de neón...”
Si el ciberpunk es tolerable para los censores antinerd es porque el género es una muy calculada celebración de la actitud y el estilo ante todo: aquello que lo representa mejor no es un microchip, una laptop o algún fetiche tecnológico, sino el cuero negro y los anteojos espejados. Tal fue el título (Mirrorshades, 1986) de la primera antología, compilada por Bruce Sterling, en la que participaban el mismo Gibson, Rudy Rucker, John Shirley, Tom Maddox y otros. En el prólogo, Sterling resalta, más que el aspecto ciber, la veta punk de los textos publicados: “Los ciberpunks escriben con una prosa elaborada y grácil pero siempre anteponen su actitud de grupo de garage”. Estilo, actitud: si hubiera que imaginar la escena primaria del ciberpunk, habría que invocar a James Dean, a tope de anfetaminas, conectando su espina dorsal a una consola de última generación, listo para hackear la base de datos de un zaibatsu. Con la antología Mirrorshades, compuesta por relatos previos a la publicación de Neuromante (Gibson, 1984), la primera novela “oficial” del rubro, Sterling identificó a un conjunto de escritores muy diferentes pero que tenían un enemigo común.
Igual que sus pares punk del ’77 frente al rock sinfónico, los primeros ciberpunks, y Sterling en particular a través de su incendiaria revista fotoduplicada Cheap Truth, organizaron una revuelta contra el establishment de la CF. Así como la Nueva Ola de los años 60 y ’70 (Ballard, Moorcock, Delany, LeGuin) reaccionó contra la ciencia ficción “hard” de los ‘40 y ’50 (Campbell, van Vogt, Del Rey, Heinlein) y redirigió su mirada del espacio exterior al interior, el ciberpunk da la espalda a los tópicos de la New Wave (la expansión de la conciencia, los paisajes alucinatorios, las religiones orientales, la liberación femenina o la ecología) para volver a los tres acordes: la relación entre el cuerpo y la tecnología futura. Pero no es exactamente hard. Agotados el espacio exterior y el espacio interior, este género se vuelca hacia una mezcla de ambos: el ciberespacio.
Nacido en pleno auge de la teoría de la posmodernidad, el ciberpunk es un género mixto: combina elementos, “intenta una alianza profana entre el mundo tecnológico y el mundo de la disidencia organizadas, entre la cultura pop y la anarquía de las calles” (Sterling). La teoría posmoderna prestó sus conceptos: la idea del simulacro según Jean Baudrillard, la simulación de una realidad que no existe, es la definición misma del espacio virtual o ciberespacio, el concepto central aportado por Gibson que ya pasó a nuestra habla cotidiana y es explicado en Neuromante como “la representación gráfica de los datos extraídos de los bancos de memoria de cada computadora del sistema humano”. El telón de fondo del ciberpunk está provisto por el paisaje del capitalismo tardío, un mundo dominado por megacorporaciones más poderosas que los estados nacionales, o totalmente atomizado, luego de que la crisis de la sociedad pos-industrial llevara a algún tipo de cataclismo global. Para finalizar con los pos, sus protagonistas son pos-humanos: buscan trascender los límites de la carne, no por una vía espiritual, sino en su alianza entre el cuerpo y las computadoras. No es raro, en consecuencia, que el ciberespacio aparezca irónicamente plagado de referencias a la religión.
El precursor más evidente del rubro viene desde afuera de la literatura: Blade Runner (1982), la película de Ridley Scott basada en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick cedió a Gibson muchas de sus ideas: el narrador hard boiled, su imaginario urbano, la diversidad de las subculturas callejeras. Toda la percepción ciberpunk parece estar modelada sobre lo audiovisual: “El cielo tenía el color de una pantalla de televisión sintonizada en un canal muerto” es la línea que inicia Neuromante e inaugura el género como tal. A partir de este origen, no sorprende que, ya desgastado en la literatura, el ciberpunk perdure en el cine. Aunque sufrió mutaciones para intentar sobrevivir (el steampunk, ucronías producidas por la aparición de computadoras en el siglo XIX; o el necropunk, una versión extrema que involucra el wetware –software orgánico- y el imaginario de la pornografía) tras SnowCrash (Neal Stephenson, 1993), que ensayaba una temprana parodia del género -una señal clara de su agotamiento-, ninguna novela ciberpunk produjo impacto alguno. Los ’90, sin embargo, lo vieron florecer en la pantalla. Desde animés como Ghost in the shell, películas mediocres como El hombre del jardín, Freejack o Asesino virtual o más logradas como Hardware, Días extraños o eXistenZ, el ciberpunk parece estar dominar el cine de ciencia ficción reciente. The Matrix es, desde luego, la película ciberpunk definitiva.

Tomado de www.malelemento.blogspot.com

Aunque no comparto del todo este entusiasmo por Matrix ( tanto asì, que nunca me tomè la molestia de ver las dos secuelas ), pienso que se toca un nervio al señalar pelìculas como Dìas Extraños  y  El Jardinero.

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